viernes, 18 de junio de 2010

Gambeteando la tormenta

Gambeteando a la tormenta, salimos al camino pensando, tontamente, que la nave estaba libre de roedores. El buen ánimo reinaba dentro del ruidoso habitáculo, sabiendo que los chicos habían llegado la noche anterior a Salt Lake sanitos y salvos. A nuestro paso por Yellowstone, continuaron dos días de viaje casi ininterrumpido hacia el norte. La primera noche acampamos sin problemas en un bosque nacional, a un lado del camino, en una helada montaña. La segunda, el cielo volvió a estrellar sus ya poco originales tormentas de nieve, contra el parabrisas de la nave, que se congelaba del lado de La Peque, por falta de calefacción. Llegados al pequeño pueblo de Browning, buscamos refugio en una iglesia católica. El padre, que había hecho misión en Guatemala durante dos años, nos recibió de muy buena gana, destinándonos a una sala de juntas con potente calefacción y cocina. Pasamos la noche al resguardo, tocándole la peor parte al Citro, que volvió a amanecer cubierto de hielo. Y por si eso fuera poco, todo dentro de él había sido intervenido, una vez más, de pies a cabeza, por algún indeseable mamífero. Volvimos a vaciar la Nave, y cuando llegamos a la gran canasta depósito, revolviendo los libros, papeles y mil bártulos más ¡ZAZ! Apareció el jué maula. Tenía la mirada del que sabe que hizo algo malo y quedó en evidencia. ¡Hasta nido se había hecho el desgraciau! Corrió de un lado a otro, creyéndose ya muerto a manos de los gigantes bípedos (esos seríamos nosotros) y finalmente se escurrió entre los gélidos jardines de la iglesia. Volvimos a pasar desinfectante a todo y, ya con la certeza de una soledad absoluta, seguimos viaje, haciendo unas pocas millas hasta llegar al Glacier NP.

La cosa estaba tan fulera, que el parque apenas tenía 13 millas de caminos abiertos. No se veía ni a treinta metros de distancia. Recorrimos lo que pudimos, como medio obligándonos a no pasar de largo por semejante lugar, pero poco nos duró aquella tozudez. Cruzamos miradas y dijimos ¿vamos para Canadá? Y vamos.
La frontera estaba desierta, no tuvimos que hacer fila, no nos revisaron el auto, nada. Solo nos preguntaron si llevábamos suficiente dinero. Si teníamos armas, drogas o bombas. Si bien no imagino a nadie contestando afirmativamente a esas últimas preguntas, no generamos suspicacias y el sello, haciendo un firulete en el aire, cayó sonando pesadamente contra nuestros pasaportes ¡Bam! La última frontera nos esperaba.

 En unos pocos minutos, ganábamos las rutas del estado de la rosa salvaje, obteniendo más de lo mismo.
A los lados del camino, grandes pastizales se extendían subiendo y bajando lomas bastante atenuadas. Aún bajo la lluvia, los gigantescos pivotes de riego bañaban lotes enteros, donde un puñado de vacas muertas de frío, se amontonaban para mantener el calor. Ya con la “noche” respirándonos en la nuca, buscamos abrigo en un pequeño pueblo, sin mayor suerte. Manejamos por algunas millas más y finalmente decidimos golpear la puerta en un rancho.

Pedimos permiso para acampar y nos dejaron hacerlo en un galpón calefaccionado, en compañía de todas las mascotas de la casa (por suerte, no había hámsters). A la mañana hubo que luchar bastante para arrancar a la nave, que está dando últimamente fuertes signos de cansancio. Como sea, seguimos viaje hasta la ciudad de Calgary, donde nos esperaba una buena amiga que hicimos durante nuestro paso por Costa Rica.
Viajando hacia Calgary, el limpiaparabrisas funcionaba a cuenta gotas y cada tanto, una de las escobillas salía volando. Cuando estábamos con suerte, quedaba boyando sobre el capot y lográbamos rescatarla sin tener que parar. Otras tantas, había que correr a buscarla unos cuantos metros más atrás.

Siguiendo los consejos de Ignacio Copani, alambre y a otra cosa.

En la Ciudad, Anya nos recibió junto a su querido Henry con los brazos abiertos.

Henry es uruguayo. Anya se lo trajo desde la tierra charrúa, un año atrás, mientas volvía a Canadá, tras recorrer de ida y vuelta todo el continente americano en una Land Crusier. Nosotros nos conocimos en las playas de Manuel Antonio, en la hermosa Costa Rica y desde entonces la invitación para pasar por Calgary estaba firme.
Fueron unos cuatro días que aprovechamos para lavar ropa, bañarnos, comer delicias, pasear por la ciudad, actualizar el blog y recargar las baterías, mientras esperábamos que esa maldita nube desapareciera de una buena vez. Anya nos malcrió todo lo que pudo y nos largó al camino, hechos una tromba.
¡Tante grazie per tutti li fiocci ragatzze!
Y realmente salimos como una tromba a las rutas. Tras deliberar bastante y considerar las alternativas, tomamos el camino de los parques nacionales Banff y Jasper, para trepar a los inmensos territorios de bosques boreales canadienses. Este camino nos depositaría directamente en la famosa Alaska Highway, que continua a lo largo de unos cuantos miles de kilómetros al norte, atravesando los estados de British Columbia y Yukón hasta la frontera con Alaska.

Estas tierras canadienses son infinitas y sumamente despobladas. Canadá es el segundo país más grande del mundo después de Rusia, superando a China, Brasil y la India en extensión. Posee prácticamente la misma población que la Argentina, que dicho sea de paso, también está despoblada en comparación a la mayoría de los países. Como comprenderán, estos son países de interminables bosques y translúcida soledad. Su invierno largo y riguroso lo cubre todo, con un pesado manto de helada oscuridad, y es poca la gente que elige llegar tan al norte para gastar sus días. Manejamos cientos y cientos, miles de kilómetros y apenas encontramos unos pocos pueblos bastante alejados unos de otros, sin más que una gasolinera y un pequeño restaurante para viajeros.

Acampamos, ya que lugar es lo que sobra. La naturaleza tiene a estas latitudes oportunidades que en tierras calidas le son negadas y les saca buen provecho sin dudar un segundo.

Un oso negro pasta al lado de la ruta. Nos detenemos con la nave justito a su lado, mientras nos mira con indiferencia. La Peque con el pulso tambaleando de los nervios empieza a sacar fotos, una, dos, tres… en ninguna el oso aparece completo. Unos segundos más tarde, al ver la actitud totalmente pacífica del animal, se tranquiliza y gatilla. ¡Ahí está! Y con todas sus patas incluidas.

La ruta nos atrapa, empezamos a sentir que la meta se acerca y la palabra Alaska actúa como un poderoso imán sobre nuestra voluntad. Devoramos kilómetros enfurecidos, (lo que traducido a nuestras posibilidades con el Citro, da como resultado entre 300 y 400 km diarios). Los días se alargan quitándole protagonismo a la noche, que ya casi ha dejado de existir. Siempre encontramos donde acampar, ya sea un bosque, el jardín de un rancho o las áreas de descanso al lado del camino.


A esta altura, andamos como los caballos con anteojeras, solo vemos hacia delante. La frontera nos espera, llegará el tiempo de pescar, matar osos y la mar en coche, pero no es ahora. Ahora nuestra gran prioridad es cruzar esa línea. Este sentimiento se presenta como algo totalmente inesperado y poderoso. Para nosotros Alaska nunca fue meta en si misma. El camino, si. Recorrer el continente viéndolo todo, sin prisa, aprovechando cada día y cada lugar, ese fue siempre el objetivo. Aprendimos a viajar o vivir de esta manera y descubrimos, a través de ella, mucho más de lo que habíamos imaginado. Pero ahora que estamos en los confines boreales del globo, todo eso se desvanece, como si hubiese sido siempre una ingrávida ilusión. Como si importara ponerle un título a las cosas, Ushuaia – Alaska. Como si un puñado de kilómetros pudieran hacer la diferencia en nuestros corazones, cabezas o historia. Es loco y un poco incómodo descubrir que después de tanto pisado, ciertas convenciones o estructuras mentales condicionan el final de nuestro errar americano. Somos esta vez, nuestros propios conejillos de indias. Conejillos que corren como bestias desbocadas, hacia la última frontera.

Esto yo ya lo vi, esto ya lo escuché.

Y sin GPS, eh.

Otro jardín, otra noche. Nuestra carpita guatemalteca, ya acostumbrada a pisar cada noche nuevos pastos (eso si andamos con suerte), es buen techo para pegar el ojo. Más que nunca ahora, que Marcelo y Alicia nos regalaron en Salt Lake City un colchón inflable sin remiendos. El motor de La Nave se agita, conectamos nuestra manguera a la boca del colchón y dejamos que el cebador haga el resto. Beef Ravioli o marruchan, fideitos o guiso de lentejas, más o menos por ahí va yendo la cosa. El sol no ha terminado de bajar en el cielo y nosotros ya estamos guardados, parece rutina, parece, pero no es. Ya van a ver porque.

De Fort Nelson en adelante, las distancias se hicieron aún más largas. A los lados del camino, entre montañas, pinos y lagos, lo que se puede encontrar son o represas de castores o osos tragando pasto. El tráfico se concentra en determinadas horas y, pasadas las seis de la tarde, la carretera queda virtualmente vacía. Solo cruzamos camiones, parejas de retirados en gigantescos motorhomes, o ciclistas que se lanzan a cubrir largas distancias entre pueblo y pueblo, con el fin de recorrer la mítica ruta.

La única opción es rodar, los precios de Canadá son ¡UNA LOCURA! Todo cuesta al menos el doble que en Estados Unidos y a media que subimos las cosas se encarecen más y más. La gasolina en los pequeños pueblos es casi incomprable, por eso hay que calcular bien donde se carga. Nuestras paradas se limitan al baño, los beef raviolis y acampar. Así es que avanzamos tanto más rápido que en el resto de los países. El paisaje es increíble, bosques inmutables en todos y cada uno de los rincones que pisamos. Cada tanto la evidencia del fuego, que ha pegado un violento lenguetazo, poniendo la rueda a girar desde cero nuevamente. Sencillamente espectacular, pero monótono, kilómetros y kilómetros de gigantes en estoica espera, adelante y atrás.

Una tarde cualquiera, nos encontramos acampando en una quebrada, a orillas de un río, a apenas algo más de mil kilómetros de la frontera con Alaska. Recién entonces comencé a creer que el motor de la nave iba a aguantar la travesía hasta el final. Si bien desde aquellos arreglos en Lima, nunca más dejó de sonar como un enfermo terminal, y ya estamos archiacostumbrados a este infierno acústico que es nuestro habitáculo, la Nave siempre fue para adelante, trayéndonos hasta este remoto país de buscadores de oro. Todos los síntomas del Citro me hacían pensar que habría batalla antes de cruzar esa línea fronteriza, pero ahora, tan cerca de la meta, finalmente entendía que ya nada iba a detenernos.

El lugar que encontramos aquella tarde invitaba a quedarnos. El río, con su murmullo constante, recitaba versos sagrados de gravedad absoluta. Cada gota fluyendo se confesaba portadora de respuestas, que aunadas en una única voz, revelaban un mensaje propio de su inesperada existencia translúcida. La voz universal. La voz que es eco de rocas y hojas. Eco de polvo y anguila de mar. Eco de mil pasos acompasados, voz de relámpago y rueda. Sonido subterráneo y electromagnético. Llanto y cuchillo, alga, hierro y vidrio roto. Marfil, fuego, relincho. Quejido y madera.

No hay orador más excelso que la Pachamama, su voz no necesita explicar, ni convencer, ni deformar. Su mensaje agolpa toda la verdad en un solo sonido que no muta con las épocas, las modas, los favores adeudados o el rey turno.

Aquella tarde, no solo escuchamos la hermosa voz del río, hablando de los puentes de hidrógeno, también el Citro quería expresar sus sensaciones. Claro, este, un poco más tosco, nos daba a entender su mensaje con un golpe fortísimo en el motor.

Los últimos kilómetros comenzó a sentirse aquel quejido. Podía ser uno más de los tantos achaques de viejo, o un quejido de muerte, aún no lo sabíamos. Pero en el aire se dejó olfatear lo incierto de nuestro futuro.

Esa misma tarde, cambiamos los platinos y volvimos a chequear el punto. El arranque remolón de las últimas semanas se convirtió en un grito vigoroso. Al mínimo contacto del burro, la nave ponía en marcha su potente garganta mecánica.
Por la mañana, levantamos campamento y nos lanzamos al camino. El ruido no amainaba ni se hacía más notorio, permanecía, constante horadando nuestros nervios con cada pendiente que encarábamos. Finalmente, el quejido de achaque se hizo grito de muerte y nos obligó a parar. Dejamos el motor regulando y bajamos a escuchar los últimos estertores del enfermo. Pak, pak, pak, PAK, PAK, ¡PAK! ¡¡¡PAKK!!! ¡¡¡¡PAAKK!!!...... silencio. Silencio mortal.

La nave murió unos cien kilómetros al sur de Watson Lake, algo así como 1400 km al sur de la frontera con Alaska. Increíble. Le´Chien no hallaba consuelo en mis palabras, y muchísimo menos en los conductores que nos pasaban por al lado, corriendo la vista para no comprometerse. Ni aún haciendo señas, lograba que se detuvieran. Una hora, dos horas, estamos literalmente en el medio de la nada y sin posibilidades. Un par de coches paran, pero no pueden tirarnos hasta Watson Lake porque es ilegal. Utilizar una cuerda o una cadena, puede representar una jugosa multa. Una vieja camioneta para, se ofrece a avisar de nuestra situación a una grúa, pero cuando le consultamos cuanto puede salirnos, nos espantamos de muerte. ¡Mil dólares por cien kilómetros! Auto muerto, no nos pueden tirar, no podemos pagar la grúa ¿y ahora? El hombre dice que va a avisar a la policía de Watson Lake, solo nos queda esperar.
Con el ánimo por el piso esperamos. ¡Que poco nos faltaba! ¡Justo ahora! Y de yapa, aunque lleguemos a Watson Lake (cosa que entonces veíamos bastante improbable) ¿como vamos a arreglar el auto? Si ni taller debe haber.
Un camionero para solo y nos pregunta que pasó. Le explico que el motor capotó y necesitamos que nos tiren al menos hasta el pueblo más cercano, pero que es ilegal. Su frase fue: Puede que hoy sea su día de suerte. Y ya lo creo que lo fue.
Phil estaba transportando autos clásicos a Alaska, en un camión preparado a tales fines. Había bajado dos coches en Calgary y tenía el primer lugar del acoplado disponible. Y aún más importante, estaba predispuesto a llevarnos, sin siquiera pensar en dinero.

Con sus setenta años a cuestas, Phil se bajó del camión, abrió el acoplado y de uno o dos empujones, subimos al Citro.

Nunca vimos a la policía. Sin Phil, todavía estaríamos en el medio del bosque haciendo señas. Ahora todo había cambiado, Phil hablaba de llevarnos hasta Alaska y nosotros dejamos nuestro futuro en manos del viento.

La Peque y Tray buscan certezas en tiempos de absoluta incertidumbre. Las llamadas a las aduanas de Canadá y USA no dejaron saldo positivo. Aparentemente, si seguíamos con Phil hasta la frontera, las cosas podían complicarse y no iba a ser nada gracioso volver a quedar tirados. No quedó más alternativa que bajar La Nave en la capital del estado de Yukón, Whitehorse, unos 700 km al norte de donde Phil nos encontró. Fuimos a dar a una parada de camioneros llamada Trails North, a unas pocas millas fuera de la ciudad, sobre la Alaska Highway. Allí nos permitieron acampar y dejar al Citro estacionado.

A la mañana siguiente desayunamos con nuestro salvador y lo vimos partir, no sin tristeza y un poco de julepe. La salvada que nos pegó este gringo de Oregon, no tiene nombre. Sin palabras.

Hora de buscar soluciones. Al lado de la gasolinera donde paramos, hay un taller. Esperamos a que abra y nos le fuimos al humo al dueño. Le pedimos permiso para, al menos, meter el motor. Nos sacó carpiendo. ¡Estoy ocupado, mi seguro no me cubre por ustedes, yo tampoco tengo dinero y si algo pasa en mi taller me voy a la quiebra! Quedó claro que ya no estamos en Latinoamérica, las cosas no iban a ser fáciles esta vez. Quienes se iban enterando de nuestro problema, demostraban poco interés y, por cómo nos pasaban los autos el día anterior en la ruta, vislumbramos un horizonte con probabilidad de chubascos.

Pero de esto se ha tratado siempre, no vamos a quedarnos tirados esperando a que los cuervos nos coman (aunque debemos reconocer, que un par de días atrás un cuervo nos robó tres barritas de cereal que Anya había donado a nuestra despensa). Levantamos el teléfono y llamamos al único número que Phil nos dejó. Hablamos con un tal Murray. Éste se comprometió a buscar lugar y devolvernos la llamada más tarde.
Nada, volvimos a llamarlo y la cosa seguía del todo incierta. Ya estábamos pensando en bajar a la ciudad, ir al diario y a la radio, en busca de ayuda, cuando sonó el teléfono.

El mismísimo Murray nos vino a buscar con un trailer. El hombre del taller de al lado ayudó junto a sus empleados a empujar La Nave y nos pusimos en marcha. El traslado fue corto, apenas una milla hasta un enorme galpón donde Murray tiene algunos botes, herramientas, camiones, autos y cien mil bártulos más. Despejamos un lugar y metimos al Citro. Cinco horas más tarde, ya teníamos el motor desarmado totalmente y un árbol de levas destrozado en la mano.

El panorama podría haber sido un desastre, pero la buena noticia fue que nosotros veníamos trayendo un árbol de levas de repuesto, desde aquella gran rotura de motor que sufrimos en Colombia. Entonces, tuvimos que cambiar el cigüeñal, pero Alfredo, nuestro repuestero de Mar del Plata, nos mandó cien mil cosas más. Ahora agradecíamos aquella exageración.

Mientras el arreglo se lleva adelante, el taller es además hogar. La carpa guatemalteca todas las noches es mudada bajo techo. Desde aquí cocinamos, trabajamos, escribimos y soñamos con la vuelta al camino.

Tras trazar los pasos a seguir, hablando a Argentina en busca de soporte técnico, decidimos pulir los dientes lastimados del cigüeñal, reemplazar el árbol de levas y armar el auto tal cual estaba. Un día de limpieza profunda, preparación de partes, solución de inconvenientes menores y estábamos listos para volver a poner todo en su lugar.

Del pincel, el bastidor y los óleos, a la brocha, los semicárteres y la nafta. El equipo de reparación esta vez estuvo acotado a La Peque y a mí. No imaginé jamás cuando partíamos de Argentina que, a tan solo 600 kilómetros de Alaska, sería necesario tener que abrir el motor al medio, y mucho menos que nosotros mismos seríamos capaces de llevar adelante la reparación. Pero, así se dio la cosa.

Murray es nuestro segundo gran salvador. De no ser por él, hoy no tendríamos ni donde estar tirados. Hay que tener presente que estamos en Whitehorse, prácticamente el fin del mundo por el lado del norte. Aquí las opciones se reducen poderosamente, a la hora de buscar soluciones. Este hombre se brindó completamente para solucionar nuestros problemas. Pero no nos adelantemos que todavía hay más para contar.

Con gran esmero y tomando mil precauciones, armamos nuevamente el motor. Los torques de ajuste fueron respetados a rajatabla. Todo fue realizado con el manual de Citroën donado por Lulú, unos meses antes de la partida, como referencia sagrada.

Le´Chien aplica la delgada película de silicona y volvemos a juntar los semicárteres dándole nueva vida al corazón de la castigada Nave.

Todo en su lugar, cabezas, cilindros, radiador, bombas, múltiple, alternador, solo queda agregar aceite y darle marcha para ver si levanta presión. Llenamos el cárter, regulamos válvulas, ponemos el punto y cruzamos los dedos. ¡Dale arranque! El motor gira y gira, la presión comienza a subir, pero nos damos cuenta que se formó un gran charco de aceite en el suelo. Y lo peor, cae desde atrás, la zona de la bomba, eso significa que tendremos que volver a abrir todo para arreglar. Ya algo desmoralizados intentamos darle arranque para cerciorarnos de que al menos funcione. El motor arranca y ¡Pum! Vuela el filtro de aceite, ahora el charco es una laguna. Suponiendo que solo lo dejé mal apretado, lo cambio por el último que nos quedaba de repuesto. Volvemos a intentar, el Citro arranca y ¡PUM! De nuevo el filtro. Esto si que es desconcertante, jamás habíamos visto nada igual. Dándole vueltas al asunto, llegamos a la conclusión de que armé al revés una pequeña válvula que se abre cuando la presión de aceite es demasiado elevada. En fin, el panorama era desastroso. Aceite por todos lados y mucho trabajo por delante. Con el alma por el piso, para esa misma noche, ya habíamos desarmado el motor completo, aplicado silicona y vuelto a juntar los semicárteres. Esta vez, íbamos a esperar más de veinticuatro horas para ponerlo en marcha, dándole tiempo de sobra al pegamento para secar. Efectivamente volvimos a armar todo con mayor cautela aún que la primera vez. Dos días después del primer intento, volvíamos al ruedo. ¡Dale arranque! El sonido del motor es perfecto, la presión sube, el filtro se mantiene en su lugar, el motor arranca y……. aceite. ¡¡¡¡LA P…. QUE LO REMIL … ##&$%!!”#$%!!!! ¡ACEITE OTRA VEZ!

Bajamos el motor del auto una vez más, sacamos el volante, placa y disco e embrague y nos encontramos con la pérdida, que afortunadamente no era de la bomba (o sea, no había que volver a desarmar todo), sino del retén trasero del cigüeñal. Para que entienda Doña Rosa, estamos hablando de un arito de goma que va atrás del cigüeñal, impidiendo que el aceite se escape. Suena sencillo y lo es, pero como cuando se está de racha, se está de racha… De los dos retenes de repuesto que teníamos en stock, no apareció ninguno. Tenemos prácticamente un motor entero en repuestos, y lo que necesitamos, es lo único que se extravió. Cosa e´ mandinga.

Desde luego, imposible conseguir semejante artículo en Canadá. Tras evaluar las opciones, terminamos pidiendo cuatro retenes a dos negocios diferentes de los Estados Unidos (porque sería más rápido que ordenarlos a la Argentina). Uno en Seattle (frontera con Canadá) y otro más al sur, cerca de California. Murray se portó, llamando, ordenando los retenes y haciendo un seguimiento exhaustivo de los malditos, que todavía no aparecieron.
El pedido se hizo este lunes que pasó y se suponía que serían tres días. Hoy estamos a viernes y acá no apareció nada. ¿Quieren más? El 25 y el 27 de Junio tenemos que estar en el aeropuerto de Anchorage (capital de Alaska), buscando a el Oso y mi hermano Rodrigo que llegan de visita de Buenos Aires y París, respectivamente. ¿Ahora entienden porque me puse al día con el blog? Llevamos cuatro días de espera, hoy ya casi aprendemos a caminar por las paredes. Una vez que llegue el retén, resta colocarlo y subir el motor a la Nave, para ponerla en marcha y rezar porque finalmente podamos volver al camino. ¡¡¡¡Estamos hace una semana y media, atascados a 600 km de Alaska!!!!
Al menos vamos a poder cumplir la promesa de llegar juntos, porque con esta publicación, nos ponemos al día tras más de un año de desfasaje entre relatos y realidad.

El hastío de la espera se cortó con la llegada de Juancho y Aymi, que pasaron a saludar antes de seguir viaje a la frontera con Alaska. Mientras escribo estas líneas, ellos estarán pisando la tierra del norte.
Y en Whitehorse no es que haya demasiado para hacer. Visitamos el barco a vapor (traído para transportar herramientas e insumos durante la fiebre del oro), la vía de escape que los salmones toman durante su migración anual, llegando a la represa hidroeléctrica situada en el gran río Yukón (no es época así que no vimos ni una mojarrita). Y por supuesto, hicimos lo que mejor sabemos hacer.

Morfamos a lo loco. Los chicos se fueron ayer y volvimos a quedarnos solos, esperando esos retenes salvadores que deberían ponernos en la ruta una vez más. Volveremos a verlos en Alaska, pero para eso hay que esperar.

Y aquí estamos conejillos, a dos pasos de alcanzar esa meta esquiva. Escribiendo y tejiendo para no perder la razón, con ganas locas de poner a rugir el motor de la nave y llegar al encuentro de nuestra gente en Alaska. Dos años y medio de viaje, 55.000 km recorridos y varados a dos días y 600 km de la meta. Es un chiste.

Ahora les pedimos que manden buena vibra pa´l norte, que acá tenemos las antenas desplegadas para recibirla. Ya ordenamos la nave, hicimos suficiente espacio para que todos entremos más cómodos y expulsamos a las ratas. Vayan eligiendo butaca, ¡no, no! tres o cuatro quédense abajo por si hay que empujar. Ahora si, aguante la nave que nos vamos para ¡Alaska!
¡¡¡Arriba y fuerza que llegamos carajo!!!

Siempre tomando la misma dirección, la difícil, la que usa el salmón.

¡Arrivederci e buonafortuna!

jueves, 17 de junio de 2010

La Pregunta es la Respuesta

Una semana habíamos postergado la salida a Yellowstone debido al mal clima. Ahora, el pronóstico era menos alentador, pero la hora había llegado. Tormentas de nieve, eléctricas, lluvias y mucho frío para los días venideros no lograron amedrentarnos, ni a nosotros, ni a los chicos que saldrían el sábado para encontrarnos en Jackson Hole, unos cientos de kilómetros al norte. Así fue que ensillamos a nuestros corceles, y nos despedimos de Salt Lake City y su gente, tras un mes de estancia en la ciudad mormona.

Pero antes de salir, más ayuda de amigos. A Spencer lo conocimos a través de Juan y Aymi, cuando les compró un par de libros y les dio una mano a los estacionarios. También hubo para los de fuego. Cambio de aceite, más algunos litros más de regalo para la nave, memoria para la compu y buena compañia vinieron de su generosa mano. ¡Gracias por todo!
Ahora si. Manejamos prácticamente todo el día, trepando y descendiendo montañas. Los chubascos de la mañana se convirtieron, a la hora de buscar donde pasar la noche, en una tormenta de aguanieve y frío áspera para los huesos y la carne. Lejos de Jackson aún, y con el sol medio apagado ya en el cielo, buscamos donde armar la carpa. El pueblo de Cokeville, fue el elegido. Esa vez, en la iglesia ni preguntamos porque estaban de casorio y no quisimos arruinar el vals metiendo nuestro colchón inflable a un costado de la pista. Pero mientras estábamos estacionados, un hombre paró y se arrimó a la Estanciera. Nos llevó a su casa donde conocimos a su esposa y dos de sus hijos, y de ahí nos dirigió a una cabaña, alejada unos pocos kilómetros por un camino de campo.

Nos prestaron la cabaña para pasar aquella noche y además nos invitaron a cenar a su casa donde la conversación giró en torno de nuestras vidas, el viaje y por supuesto, la religión mormona. Ya para la despedida con canción y todo incluida, nos arrimaron a la cabaña donde dormimos protegidos y calentitos. Buena gente en todos lados a donde miremos.

A la mañana, todo estaba congelado. Hicimos arrancar la nave con un spray especial que traía Juancho y salimos a la ruta con una tormenta de nieve temible. Afortunadamente, ya habíamos arreglado el limpiaparabrisas en Salt Lake. Igual está súper baqueteado, así que administramos las barridas lo mejor posible.
Desayunamos en la ruta y llamamos a los chicos a Salt Lake, para ver como andaban y recomendarles que salgan con mucho abrigo. ¡¡¡¡¡La lavada de platos por Dióoooo!!!!


La tormenta amainó mientras manejábamos al norte y para el mediodía, estábamos ya en el pintoresco Jackson Hole. Justo llegamos para la gran fiesta de los cuernos o algo así. Una calle completa estaba cerrada al tránsito, y cubierta con osamentas de alces, caribúes, ciervos, búfalos y venados, linda la ecología che.

¿Como se les llamará a quienes ejercen esta profesión? ¿Cornudos?

La presencia de osos es inminente, todos los negocios venden este curioso artículo, del cual por supuesto, nosotros prescindimos. Spray anti-osos. Yo prefiero la batalla cuerpo a cuerpo, tramontina en mano.

Por la tarde nos reencontramos con Pablo, Naty, Ipi y Mica, siguiendo rápidamente (tras tomar los clásicos mates dulces como el carajo en Jackson) camino al norte, hasta el Parque Nacional Grand Teton. Este parque, a diferencia de lo que su nombre sugiere, no tiene más que bellas montañas, bosques y algún que otro bicharraco.

Bueno, a ver si aflojamos con la nieve che.


Allí pasamos la gélida noche acampados, los estacionarios por supuesto durmieron en su noble vehículo y los de Gonzales Catán, todos juntitos en la Vanagon con asiento cama a estrenar. El común denominador de aquella noche, fue que todos nos re ca…..mos de frío.

Ahora sí, arriba todo el mundo que amaneció despejado y nos vamos pa´l Yellowstone.

Realmente este lugar es algo fuera de serie, muchas veces habíamos escuchado el nombre Yellowstone, pero jamás habíamos imaginado cosa semejante. Todo el parque, descansa sobre el cráter de un gran volcán activo, debido a esto es que se encuentran géiseres, pozos coloridos de translúcidas aguas termales, colonias inmensas de microorganismos termófilos, cubas de barro burbujeante y mucho vapor. A esto hay que sumarle una riquísima fauna de considerable tamaño: alces, ciervos, osos negros y grizzlis, lobos, marmotas, búfalos, águilas, cabras, coyotes, renos, ardillas y vaya a saber uno cuantas bestias más. Todo esto, en el más hermoso escenario natural.

Si bien el calor ya debería haber llegado a estas latitudes, los lagos aún se mantienen cubiertos por una gruesa capa de hielo. Las nevadas no son raras y le andamos esquivando al frío con poderosos fuegos nocturnos. La carpa se refugia bajo un gran toldo de plástico y los autos hacen el resto

Grande chiquilín, quien te ha visto y quién te ve. De los lobitos marinos de la rambla marplatense a Yellowstone sin escalas.

¡I´VE GOT YOU MICA! ¡AI CACHU FACU! Las enanas mágicas son lo más grande de este mundo. ¡Como las extrañamos! ¡Como los extrañamos a todos, chicos! Cada vez que vemos una Westfalia nos acordamos de ustedes, quisiéramos que estuvieran viajando a la par nuestra hasta Alaska. Al menos así tendríamos Pastafrola para desayunar todos los días.

Le´Chien observa la potente erupción de vapor, del más famoso de los géiseres de Yellowstone. Esta sucede a intervalos regulares de tiempo (como una hora y pico), por eso hay horarios para verlo. ¡Pucha que bárbaro, todo ordenadito en gringolandia! Cuando arranca el espectáculo que dura un par de minutos, la gente aplaude. Si, aplaude.
A esta enana la adoro.

….por el contrario, se quedan bien abiertos observándolo todo. Y siempre son tres, o al menos un número impar. ¿Que sería de la existencia de las cosas sin esos paquetes discretos de energía? Yo sé. Un nudo amorfo e inmóvil. Inerte, mudo y terrible.

Una eterna carrera sin pies y hacia la nada.
Dura la vida de las alimañas.

Miles de millones de prehistóricas criaturas, se amontonan aprovechando el azufre, basando su misma existencia en él y, a diferencia de la gran mayoría de los seres vivos del planeta, dándole las espaldas al sol. Las bacterias son los organismos más primitivos del planeta y son perfectas. Ellas son el éxito hecho microorganismo. No sería necesario nada más, nada. Estaban aquí antes y lo estarán hasta el mismo final, hasta mucho después de que todos hayamos abandonado la gran roca para siempre. ¿Y entonces para que más? ¿Para que la lombriz y el bicho torito? ¿Para que la araucaria y la pulga? Todos ellos más débiles, más frágiles, más caprichosos? ¿Para que el gorgojo y el homo sapiens? También ellos delicados e innecesarios en este reino diminuto, autosuficiente y perfecto. Una buena pregunta ¿Alguien por ahí para contestarla? Caprichos del cosmos, puede que la pregunta sea la misma respuesta.

Federico, Romina, Anselmo, Beto, Dorita, Darío, Alicia, Clara, Elsa, Mauricio, Laura, Rodolfo, Rodrigo, Tato, Norma, Eugenia….. naaaa, esta vez son demasiados.

Reyes y señores de Yellowstone, los búfalos dominan tanto las grandes praderas del lugar, como sus rutas.
Si, déme dos docenas envueltas para regalo.

Los corceles tienen su merecido descanso por la tarde, tras un días de exigente andar.

¿Todavía siguen creyendo que exageramos con lo del frío?
Aguante que ya falta poco.
Aquella mañana nos levantamos bien tempranito, para ver si pescábamos un par de bichos. Se supone, o al menos se rumorea por ahí, que al alba y al atardecer son las mejores horas (descartando la noche) para ver animales pululando por el parque. Dejamos al Citro, Juancho, Aymi y la Estan durmiendo, y nos fuimos todavía en pijamas a recorrer los caminos con la Vanagon.




El terremoto y la paz con patas, listos pa´ la caminata.





Cu… de oso. ¡UN LOBO! Estos sí, que son muy difíciles de cachar. Parece que andaba medio enfermo o con resaca el cuadrúpedo, seguramente por eso estaba solo y se mostró al otro lado de un río durante un buen rato. Cuando ya éramos demasiados los curiosos, se levantó con todo la paz del mundo y se perdió en el espeso bosque.

Otra figurita difícil, un oso grizzly. Aunque esta vez entendemos si no nos creen, y argumentan que es solo una roca. La foto es de esas que le sacan a pié grande, al monstruo del lago Ness, o a los extraterrestres, siempre fuera de foco. ¿Será que no existen y son todas fotos truchas? Apenas se dejó ver a lo lejos y por unos segundos, el desgraciado. ¡Maula! Seguro que me vio cuando desenvainé el cuchillo. Ya vamos a conseguir esa piel que vinimos a buscar.

En la película tenía más onda este.

Uno de los tantos pozos de agua termal. Los colores se deben a la presencia de microorganismos y minerales.

¡Hola Miguel!
Cuando es claro el límite, fácil es burlarlo.

Si, ¡mozo! Mi búfalo vuelta y vuelta, con un poco de rusa y abundante mayonesa. Gracias.

Mucho paseo, mucho paseo ¿y la frola donde está?

Si quiero me toco el alma, pues mi carne ya no es nada. He de fusionar mi resto con el despertar, aunque se pudra mi boca por callar. Ya lo estoy queriendo, ya me estoy volviendo canción. Barro tal vez.

¡El primer oso negro! Lejos de ser suertudos, ver osos negros es lo más común del mundo. Todo el lugar, e incluso afuera del parque en el camino al norte, está lleno de ellos. Salen a los costados del camino, porque allí el bosque está talado y crece buen pasto. Entonces no lo sabíamos y nos gastamos cinco rollos con este.
Valiente la muchachada.

Y ya medio de noche, encontramos al tan buscado alce. No había buena luz y realmente al día de la fecha, no hemos visto uno con una buena cornamenta. Este maldito bicharraco sería nuestra condena. Él y un oso negro que apareció a último momento nos hicieron perder la noción del tiempo. Cuando quisimos regresar al campamento, nos habían cerrado el camino de 16 millas hasta allí. Tuvimos que dar la vuelta entera al parque para alcanzarlo, pero eso no es nada. El problema fue que andábamos todos juntos en la Vanagon, y uno de los ejes empezó a hacer un ruido horrendo. Cayó la noche helada, no queríamos exigir el eje y por si esto fuera poco, tuvimos que parar tres veces en medio del camino, sacar y destapar el filtro de gasolina que hacía que la chata se pare. Fueron unas cuantas horas cortando clavos y lo peor es que al día siguiente los chicos tenían que volver andando a Salt Lake.

Finalmente llegamos de milagro al camping y tuvimos nuestro añorado descanso.
El día de la despedida, estábamos más pendientes de que hacer con la camio, que de cualquier otra cosa. Aún así, queríamos festejar el no cumpleaños de Ipi, por su si cumpleaños, que estaba por llegar.

Mientras Aymi y Loli terminaban de preparar el regalo para Ipi, y Juancho y Naty la torta, con Pablo nos encargamos de distraer a las enanas. De no ser por estas ardillitas, detrás de las cuales Ipi y Mica corrieron al menos una hora entera, nuestra misión hubiera fracasado.
Gracias Roberto.
¡Feliz no cumpleaños enana!
Regalo artesanal de la manos de las chicas.
Será que nos estamos poniendo viejos y chochos, pero como costó separarnos de los chicos. Toda la cuestión parecía una gran tragedia, un tangaso de esos que duelen en las tripas, que se yo, un giorno tristíssimo. Mientras Aymi y Loli terminaban de pintar la remera de regalo para Ipi, y Juancho cocinaba los últimos panqueques de la torta gloriosa, Ipi me preguntó ¿Facu, cuando se van para Alaska? Listo, eso fue todo, de ahí en más no pude parar de llorar por las próximas cuatro o cinco horas. Más que en Yellowstone, parecía que estábamos en un velorio, todos a moco suelto. ¡Pero carajo, un poco de compostura viejo!

Para nosotros esta familia es parte de la nuestra, la tranquilidad inquebrantable de Pablo, solo comparable con su bondad y el sufrimiento que le causaba tener que irse a laburar a la mañana, dejándonos a todos de jarana. La paciencia de oro, buen humor y exquisitas recetas de la grande de Naty, y las dos enanas mágicas, que se quedaron con unos buenos cachos de nuestros corazones. Todo esto, y lo que compartimos, bien valieron nuestro viaje completo. No entra en el pecho tanta felicidad, habernos cruzado con ellos fue uno de las cosas más lindas que nos han pasado en este puñado de tiempo que llevamos en las rutas de América. ¡Son grosos chicos, los queremos y los extrañamos! ¡Un millón de gracias por todo! Nos vemos al sur.

Al fin, tras deliberar un rato y escuchar cuanto pretendía cobrar la grúa hasta Salt Lake City (casi mil dólares), los chicos se animaron a largarse con la Vanagon como estaba. Nuestra sensación era un poco rara despidiéndonos e imaginándolos tirados en la ruta, teniendo que buscar la forma de llegar a casa y con la presión de tener que llegar al trabajo el días siguiente. Al final, llamamos unas horas más tarde y nos enteramos de que la camio había aguantado bien y llegarían sin problemas. Alivio.
Y así, sin pena ni gloria nos separamos en el pueblo de West Yellowstone y nos volvimos para cruzar el parque hasta la salida del norte.

Conito muerto, conito muerto. ¡Disculpá si al evocarte se me pianta un lagrimón!

Dejamos el Yellowstone atrás, y lo primero que buscamos fue una ducha. Después de todo, tan salvajes no somos. A esta altura si no veíamos animales, era porque rajaban al sentir nuestro aroma a una semana de camping.

Más livianos, nos dispusimos a buscar un camping para pasar la noche con Juancho y Aymi. A unos cuantos kilómetros lo encontramos. El lugar era ideal, al pié de un acantilado, con buena leña para asar el pollo que nos heredaron los chicos, baños y una noche estrellada como hacía rato no veíamos.

Esta sería también noche de despedida, ya que al día siguiente nosotros seguiríamos viajando hacia el norte y ellos, volverían para hacer una caminata en Yellowstone.

Una familia de neocelandeses que conocimos saliendo del pueblo. Esta familia viaja en velero por todo el mundo desde hace unos cuantos años. De Nueva Zelanda a Tierra del Fuego y luego todo el continente americano. ¡Lindo che! Todos necesitamos un poco de soledad de vez en cuando, pero como ya bien sabrán, a nosotros nos suele durar poco. Varios nuevos amigos aparecerían en los próximos días y por supuesto, volveríamos a vernos con Juancho y Aymi algunos miles de kilómetros al norte. Pero por ahora…

Ordenamos la Nave preparándonos para partir. El cosmos no entendió muy bien la parte de que queríamos soledad, y aquella mañana, todo dentro del Citro amaneció mordido por ratones. Ahora teníamos algún inquilino no humano viviendo en el auto. Sacamos todo afuera, y un simpático roedor fue hallado en la gran canasta depósito que Iris nos armó, días antes de aquella lejana salida de Mar del Plata. El tipo volvió al campo y nosotros a la ruta. Solo nos quedaba conocer Glacier National Park antes de cruzar la frontera a Canadá, creíamos que nos llevaría unos días hacerlo, pero el clima volvería a cambiar nuestros planes.
Por ahora hasta acá llegamos. Una publicación más y estaremos al día con todos nuestros relatos. A todos los que siguen dejando esas hermosas palabras de aliento en el blog, un millón de gracias. Sepan que para estos dos vagabundos, es combustible del bueno. Que nos alegra saber que compartimos sentimientos y esta pasión por soñar con los ojos abiertos. Han sido años increíbles, ahora estamos muy cerca de cruzar esa línea que trazamos como meta, mucho tiempo atrás, y sin saber bien que esperar de todo este nomadismo al que nos hemos abrazado. Estamos felices de ser ahora tantos los que andamos en esta increíble nave de dos cilindros y de saber que cuando crucemos esa línea, no solo será nuestra la alegría, ni solo nuestro el triunfo. ¡Acá vamos todos juntos! Como nos gusta, viajando lento, con poco espacio, apretados como el diablo, con nuestro siempre ruidoso motor y muchas ganas de vivir inspirados. ¡Agárrense fuerte carajo que ya vamos llegando!

¡Arrivederci e buonafortuna! ¡Hasta la próxima, conejos!