miércoles, 20 de abril de 2011

¿Cuánto de jabón hay en una pompa de jabón?

¿Cuánta carne necesitamos para ser? Ahora que me ha tocado en suerte agrupar mi existencia en este ser racional, creo entender ciertas cosas. Y digo creo, porque esta es justamente una de las primeras, y canallescamente confusa, reglas de la razón: Uno cree entender hasta que entiende, y aún entonces, probablemente lo entendido tenga la inconsistencia de una pompa de jabón. Así de frágil es este mundo de ideas, así de caprichoso este escenario de difusas representaciones que, de yapa hasta donde he llegado a experimentar, es el único posible a nuestra humana naturaleza.
Y para rematar este coletazo de hipogrifo, de las cosas que creo entender, desafortunadamente ninguna es realmente importante.
Toda la verdad me ha sido vedada, ¡macanuda triquiñuela cósmica! De a ratos extraño aquel millón de años en que fui ameba, cuando se me pasa sigo atormentándome de sentido, que es el mal de los que tienen la panza llena.

Habiendo recordado a quienes todavía tienen el arrojo de pulular por estas direcciones virtuales, que todo lo que se diga a continuación deviene del bochornosamente impuntual teclear de un pobre tipo perdido, proseguimos.

Nos abrimos paso entre la marea motorizada. Viajamos a máxima velocidad y sin embargo, somos un estorbo para los miles de conductores que vuelan sobre el Highway 5 del estado de California. La Estanciera y el Citro, dos probados héroes ambulantes, son aquí piezas de museo, molestos espejismos del camino. Atrás quedan Los Ángeles y la gran Norteamérica angloparlante, adelante, la hispánica San Diego, el Tío Luis y, si todo sale bien, el ansiado retorno a la patria. Mientras manejamos, nuestra atención se fija en el retrovisor y los autos y camiones que pueden embestirnos desde atrás, más que en el propio camino. Sufrimos en esta corriente autopropulsada, pero en pocas horas, como el caballo que vuelve a la casa, hallamos nuestro propio camino.

El desandar camino no resultó tan a nuestra medida como el andarlo. Para no faltar a la verdad, creo que la poblada costa oeste y el abismo que existe entre la idiosincrasia latina y la anglosajona, fueron lo que no abrazó amistosamente a nuestro “modus operandi”. Además, el deseo de volver, superaba ampliamente a cualquier otro, y eso eran malas noticias. Mucho tiempo atrás habíamos comprendido algo fundamental; la cabeza debe estar donde están los pies y nunca en otro sitio. Solo así se puede conservar la cordura, solo así se le saca provecho al chicloso tiempo de Einstein. Ahora actuábamos por impulsos y sin control, la locura golpeaba a la puerta y si bien no llegamos a imaginar caballos fosforescentes cabalgando hacia las nubes, vimos un roedor fosforescente jineteando caballos fosforescentes entre las nubes.
Afortunadamente para nuestros corazones cansados, San Diego es de cierta manera sinónimo de México. Y México es Luis, son Nacho, Carapacho y Pepe de Tijuana. Es la fibra de Quetzalcóatl en cada partícula de polvo en Sonora, en cada hoja de Sinaloa, en toda falange que se extiende, toda roca y todo rostro. México es ya para nosotros la segunda patria, es Latinoamérica de brazos abiertos y barro, es tierra de humanidad fresca y hermana.
Ya me gana la emoción y todavía no cruzamos la línea. Volvamos. En San Diego, tal como lo había hecho medio año atrás, Luis recibió a “los cuatro fantásticos” feliz y con infinita predisposición para ayudar. Rápido se llenaron los estantes de delicias; quesos, carnes, frutas y mil clases de ingredientes. Rápido regresaron los desayunos con huevos a “la Luis” y las noches de tertulia. Sin dilaciones nos encontramos cruzando la frontera a Tijuana una y otra vez, para ver a nuestros buenos amigos Nacho, Carapacho, Ruli y Gustavo. Y así nuestra cabeza voló desde el sur para aterrizar sobre nuestros cogotes nuevamente. Nada grande se consigue sin alegría decía Jauretche, y cuan así es.
Grande e improbable se adivinaba allá a lo lejos en tiempo y en espacio nuestra gesta, y grande el desafío de volver, pero improbable no es sinónimo de imposible. Mucho menos ahora que volvíamos a tropezar con la alegría de Arturo.






Los primeros días trabajamos en el jardín con el “Cochiloco” y habilitamos la alberca (pileta), a la que finalmente no daríamos casi uso. ¿El motivo? Con los bolsillos vacíos tras la maratón de quince días desde Alaska hasta San Diego, necesitábamos generar vento (dinero) para volver a Argentina. Cada mañana salíamos con la nave y nos plantábamos sobre el concurrido paseo costero, a pocos pasos del portaaviones museo y la famosa estatua del marinero besando a la enfermera, justo delante de un parquímetro.


Desplegábamos tímidamente el paño sobre el capot del Citro, y sobre él la bijou. Nuestro gran temor, era que la policía nos corriera del lugar o nos confiscara las cosas, eso hubiera dado por muerto nuestro negocio y puesto en jaque el pronto regreso a Argentina. En cambio, y contra todos los pronósticos, durante los diez días que volvimos a nuestro puesto del parquímetro, nadie nos molestó. Con los corazones en la garganta, vimos como un patrullero estacionaba justo a un lado del Citro, descendían los oficiales y se paseaban delante nuestro sin censurar nuestra empresa. No acreditábamos lo que sucedía, si bien la escena se repitió varias veces por aquellos días, jamás logramos acostumbrarnos y cada vez que aparecía “la ley”, los nervios nos ganaban. Afortunadamente, el universo refleja lo que sobre el proyectamos. Durante los diez días consecutivos que paramos La Nave delante del parquímetro, las ventas fueron inmejorables.


Los primeros días como estábamos pobres, solo poníamos monedas en el parquimetro si aparecía la policía, el inspector o el hombre que juntaba las monedas. No parábamos de cortar bulones, siempre con un ojo en el horizonte y a salir corriendo para hacer funcionar el artefacto. Alguna vez una clienta nos llenó el parquímetro de monedas y si pedíamos cambio, no faltaba quien daba monedas sin aceptar nada a cambio.

Por entonces, el burro de arranque de La Nave estaba muerto y tuvimos que sacarlo para hacerlo arreglar en Tijuana. Por eso cada mañana rodábamos por una loma que arrancaba en la trotadora de la casa del Tío Luis. Con unas veinte cuadras pendiente abajo hasta Bonita rd, nos sobraba juego para poner el motor en marcha. Pero luego en la ciudad nos tocaba empujar al Citro una y otra vez, cada vez que teníamos que movernos. Un Citroen 3CV era aquí una verdadera rareza, y cuando le revelábamos a los curiosos que habíamos viajado más de 60.000 km desde el extremo sur del continente hasta Alaska en él, con sus escasos 600cc y dos cilíndros, eran pocos los que daban crédito a nuestras palabras. Habiendo creído o no la historia, al vernos empujar, prontas las manos se posaban entonces sobre el noble carruaje para ayudar, y anchas se dibujaban las sonrisas en los rostros que veíamos luego hacerse cada vez más pequeños a través del retrovisor.

El sol de California brillaba incansable y bajo él, mientras llenábamos las arcas para pagar nuestro retorno, trabábamos amistad con los homeless (vagabundos) del lugar.


Garry, JD y Faca en una de sus convenciones.

Garry y JD, dormían seguramente en algún parque cercano. Desde temprano cada quién atendía su negocio y a menudo compartíamos comida. El hecho es que había un hombre que traía comida para todos los vagabundos de la zona, y entonces nuestros amigos venían a buscarnos para que nos unamos al festín. Nosotros avergonzados, les decíamos que íbamos a ir y luego no lo hacíamos. No queríamos quitarle la comida a gente que la necesitaba más que nosotros. O mejor dicho, como necesitar todos la necesitábamos por igual, pero nosotros afortunadamente podíamos pagarla. Por supuesto, volvían a buscarnos, dos y hasta tres veces, hasta que los acompañábamos y terminábamos hincándole el diente a un hot dog recién asado.
Pasada la semana de ventas, éramos oficialmente parte del San Diego City Tour, ya que los conductores de las bicis que pasean turistas por todo el malecón, se detenían delante de nuestro puesto y les explicaban a los turistas el viaje que estábamos haciendo.
Semanalmente, nos comunicábamos con Palle, para saber si el barco que traía aguacates de Chile (que supuestamente llevaría a la Estanciera y el Citro hasta el país vecino sin cargo), ya tenía fecha de llegada al puerto de Los Ángeles. Durante uno de esos cruces de mensajes, nos enteramos de que, por primera vez en 24 años, las heladas en el sur habían devastado la producción y no habría exportación de aguacates este año. Eso significaba que por primera vez en 24 años, no vendrían barcos desde Chile y nosotros nos quedábamos sin viaje gratarola al sur. Entonces, intensificamos nuestros esfuerzos para conseguir navieras que viajaran desde Estados Unidos a Argentina, Aymi hizo un trabajo de hormiga atómica y encontró varias. La mejor opción era entonces embarcar los autos desde Houston, y casi estábamos decididos a manejar dos mil y tantos kilómetros hasta la costa este, pero entonces nos enteramos de que la aduana de Estados Unidos no permite que los autos salgan Ro/Ro (en la bodega de un barco, a la cual deben subir y bajar andando) cargando pertenencias. Otra vez una nube gris oscurecía nuestros planes y había que repensar la forma de volver. En estos casos hay que tener la cabeza fría, consideramos todas las alternativas, incluso la de manejar completamente el camino de regreso (por eso hay que tener la cabeza fría). Desde San Diego, tomando una ruta directa no hubieran sido más de diez mil kilómetros, pero un nuevo cruce del Darién, con todo lo que ello implica, era demasiado para nuestra cansada humanidad itinerante. De hecho el costo por embarcar el Citro desde Veracruz México, a Zárate en Buenos Aires, es prácticamente el mismo que el de hacerlo de allí a Cartagena en Colombia. Finalmente nos decidimos. Manejaríamos otra vez al sur, cruzando los estados de Baja California, Sonora, Sinaloa, Jalisco, Guanajuato, atravesando todo México, hasta llegar al puerto de Veracruz. Desde allí embarcaríamos los autos a Buenos Aires.

Seguros de nuestro nuevo objetivo, aprovechamos los últimos días de ventas. Cerramos las maletas atiborradas de dólares, dijimos adiós a nuestros amigos vagabundos, regresamos a la casa, cargamos los autos, nos despedimos del Tío Luis y ¡a la ruta! Próxima parada ¡MEXICO CABRONES!

Una tosca pared separa a San Diego de Tijuana, este cúmulo de materia divide más por lo que significa que por su capacidad física de convertirse en freno. De un lado el orden, el modelo a seguir con sus jardines de pasto plástico, sus I-Chot y sus autopistas perfectamente señalizadas. Del otro la tierra, el caos, y los millones de hombres y mujeres que habitan América hasta el agitado Cabo de Hornos. Será que nosotros fuimos hechos en el sur, pero cuanta libertad se respira en el quilombo que tenemos de este lado del muro. Creo que es un error andar mirando al norte en pos de un sistema tan saturado de control. Como sea, cada quién tiene sus deudas, y nosotros las tenemos, asíque a sonreírle a estos caminos del sur que tanto extrañamos y a agradecer a los muchos amigos y gente linda que hemos conocido en el norte de nuestro continente.

Las advertencias fueron como de costumbre exageradas. Al ingresar al estado de Sonora en el norte mexicano, ni reventaron los neumáticos por el calor del pavimento, ni nos recibieron a balazos las bandas de narcos. Es cierto que el calor era intenso, superando los 40 grados desde el mediodía hasta bien entrada la tarde, pero la moral de los cuatro estaba bien alta y tras haber cruzado con éxito Estados Unidos y Canadá de ida y vuelta, por primera vez sentíamos que el regreso a casa era inmediato (¡Ja! ilusos). Viajábamos a buena velocidad, sin desperfectos mecánicos y parando solo para almorzar o armar la carpa en alguna Pemex. La inmensidad de este inhóspito desierto y su sol abrasador, nos volvían a salpicar el bocho de existencialismo. Como ya he dicho anteriormente, no he encontrado mejor lugar que el desierto y su lejano horizonte para dejar a mi espíritu averiguar cual será el próximo planeta que montaremos.



Este podría llamarse el muro de la hipocresía. Es extenso como el carajo y lo que tiene de ancho lo tiene también de inútil, porque o los 30 millones de mexicanos que viven en Estados Unidos son excelentes garrochistas o acá algo raro pasa.


Hay muchas formas de libertad y todas son bellas, pero como vamos a extrañar esta. Las acampadas en las estaciones de servicio. Llegar cansados de manejar todo el día, encontrarnos con un mexicano sonriente que nos dice donde podemos armar la carpa, ducharnos con agua entibiada al sol improvisando una mampara donde sea, sacar los bártulos y dejar que Juan y Loli se peleen mientras cocinan la cena. Dormir despertando de tanto en tanto con el ruido de los camiones que no dejan pasar la oportunidad de usar el freno de motor de tanto en tanto, y despertar sin comprender del todo la curiosidad que generamos en el resto de los clientes que paran por un poco de gasolina.


Poco a poco el desierto calcinante comienza a dar señales de fin, donde antes solo había inmensos cardones y arbustos espinosos, comienzan a entremezclarse plantas con hojas anchas y verdes. La roca desnuda cede su superficie a las raíces que encuentran humedad en la tierra y el paisaje cambia paulatinamente haciéndose cada vez más verde y poblado. Estamos en el norte de uno de los estados con peor fama de Mexico, Sinaloa. En estas tierras el sol sigue siendo implacable, pero la humedad permite el desarrollo de una exuberante vegetación que al sur del estado se vuelve virtualmente selva. Óptimas condiciones para el cultivo de la marihuana y el ejercicio de negocios poco santos. Una vez más nos internábamos en rutas de las que se hablan solo pestilencias, pero según una sana costumbre propia del viajar y del ver (contrapuesta a la de no conocer y repetir), vamos a desmitificar lo intransitable de este estado, llevándonos en lugar de dos balazos en la cabeza, un par de guaraches (sandalias) de regalo.

Nos habían recomendado no parar sino en gasolineras y evitar los pequeños pueblos ruteros. Recién terminábamos de echare gasolina al Citro y paramos a almorzar unos taquitos en un puestito callejero cercano. Mientras esperábamos los tacos, un hombre se acercó a ofrecernos películas y música, fieles a nuestra condición gasolera no le compramos nada, pero a Juancho le gustaron las sandalias que llevaba puestas. Según nos contó el hombre, eran típicas de la región, hechas con puro cuero de vaqueta y no íbamos a encontrar en todo el país, mejor precio y calidad que donde estábamos. Entonces, tal vez embriagados por el placer del reencuentro con la mágica gastronomía ambulante mexica, nos dejamos convencer de ir a buscar los guaraches a un sucuchín dentro del pueblo.
Dimos con la guarachería sin problemas y todos comenzaron a probarse diferenes modelos. Loli, Aymi y Juancho encontraron sus guaraches y querían que yo lleve un par contra mi voluntad. Aburrido me fui a charlar con el zapatero que estaba trabajando en un rincón sin prestar atención a las ventas. La Peque se acercó ofuscada y me dijo que si yo no compraba nada ella tampoco se llevaba sus sandalias. Entonces el zapatero le pregunto su nombre y le dijo - ¿Qué pasa Lolita? Ella le explicó que yo no quería llevar nada, que le daba bronca porque los guaraches eran espectaculares. El zapatero me pregunto a mí, y le dije que no estaba convencido, que ningún modelo me enloquecía. Obviamente el tipo se dio cuenta que yo lo que no quería era gastar tanto dinero, entonces le dijo a la Peque - ¡A ver si ahora no se las lleva! Agarro una bolsa, metió los guaraches y me dijo: -Tomá, te los regalo.

Después de eso, no hubo forma hacer que acepte cobrarnos algo. Antes de que nos fuéramos hizo lustrar todos los guaraches, bajó a mitad de precio los otros tres pares y nos llenó de regalos. ¿Cómo no vamos a querer a este país si así actúa su gente más peligrosa?



¿Alguna duda de que el desierto quedó atrás? Desde hacía tiempo nuestro motorcito del limpiaparabrisas había dejado de funcionar, cansados de improvisar arreglos que duraban segundos, optamos por el eficiente sistema XP-262 A-MAN-O-PLA.

Sinaloa nos recibió con fuertes tormentas, aún así cada noche acampábamos en alguna Pemex donde buscábamos reparo para no amanecer empapados. El calor húmedo hacía que las noches fueran mucho más incómodas que aquellas en Sonora, y de yapa a 30 km de Tepic (capital de Nayarit donde teníamos buenos amigos) nos topamos con un tormentón que nos obligó a parar en una estación de servicio. Mientras lloviera no podríamos seguir viajando ya que era de noche, ni la Estanciera ni el Citro tenían limpiaparabrisas y la ruta era rica en curvas y lomas pronunciadas. Como el aguacero no amainó tuvimos que pasar allí la noche, y al no hallar a nuestros amigos en la ciudad, decidimos seguir viaje con rumbo a Guadalajara donde nos esperaban Pepe, Reno “el Titiritero Cósmico” y Pepe Jr. con Jess y sus hermosas watermonkies.

Hasta acá llegó mi desamor por ahora, no me quiero poner muy trágico, pero si voy a ofrecer unas sentidas disculpas por el enorme agujero negro que dejé crecer entre las últimas líneas publicadas y estas. Ni nos olvidamos ni nos olvidaremos nunca de todos ustedes, porque este viaje y todo lo que vino en consecuencia suya, es algo prodigioso que nos marcó para siempre. Con cada día que pasa, más claramente entendemos lo que estos tres años significan dentro del gran viaje en el que todos estamos metidos.

Y como estuve muy cuerdo y serio, vamos a despedirnos con una foto de la “Manada de Americaencitro” liderada desde luego por Alberto y el cápitulo tres del cuento “La Metamorfosis de Sun-Yat Sen” escrito hace años por su servidor. Así contribuiremos a reestablecer el estado natural del universo que es el caos.


 
“Si vas a luchar contra la entropía, hazlo inconcientemente”

Capitulo Tres. Supernova Económico Epicúrea.
Istmo y poleas. Sedimentación. Requinto en duda. La
quimera domada por el brazo del que cubre su cabeza
desacertadamente con un fez carmín. Rais caído.
Folíolo conquistado por las mandíbulas. Lamprea
herida. Zoopsia reprimida con fármacos. El fatigado
zuavo busca el camino que lo devuelva a la Argelia.

Remezón. Parasitismo parvo. Cabello musuco. Jacú en
mesa herida por muertas indiferencias. Huelgo
suficiente para impedir el destino. Ángulo facial
esquivo. Electroforesis ejecutada elanicamente por un
escolástico eyectable. El humor en su cavidad sin
rastros de derrame. El bobo de Coria asoma. Signos
apenas adivinables de cópula entre semifusas. Coletazo
de hipogrifo. Olvido trágico y fragmentado del bisoñé.
Iqueño monseñor barbilampiño reclamando tres zontes de
maíz con sus chanclos y clámide aunque momentáneamente
sin rosillo sobre haplustol típico. Nimio gramo de
pilco.

¡Arrivederci e buonafortuna conejillos!