martes, 9 de noviembre de 2010

Desaparecer del silencio

La tierra del suelo patrio, entendemos ahora, difícilmente sea para el pie, otra cosa que barro. Aterrizamos en nuestra multifacética Argentina tres semanas atrás. Y si bien no vamos a relatar nada de este regreso hasta no hacerle justicia a otras latitudes que antes nos han visto pasar, diremos que estamos felices de haber vuelto al fin.
Estas pocas palabras, persiguen si, el único fin de aparecer desde el silencio.
La Nave, tras navegar durante un mes, tocó tierra el pasado sábado en el puerto de Zàrate, al norte de Buenos Aires. Desafortunadamente, todavía no hemos podido reunirnos con ella, ya que primero debemos pagar una multa. Creo yo, que hay dos maneras de interpretar esta multa. Un tecnicismo rígido e insuperable que responde a una ley tonta. O un reclamo visceral de un sistema, al que le hemos vuelto la espalda durante casi tres años, y ahora que nos tiene de frente, nos cachetea impotente, enojado. Tal vez esa cachetada persigue el fin de devolvernos la gravedad, de arrastrarnos para abajo de regreso. Como si tres años de planeo fueran a desandarse y deshacerse, porque el viento se hizo brisa, y la brisa aire quieto. No, esta inercia que nos propulsa es ya inmensa, inagotable. A semejante altitud si se cae, no se termina con un hueso roto o una arritmia en el corazón. A semejante altitud, si se cae, se pierde la vida sin más. Por eso, debemos seguir planeando.
Y este cachetazo, responde a un amo más grande que el hombre. Responde a ese amo que el hombre se ha creado para si mismo. Y ni aún la buena predisposición de nuestros compatriotas logró salvarnos del todo de este golpe. Pero si podemos decir que con unos cuantos funcionarios colgando del enorme brazo del gigante, el cachetazo fue algo amortiguado.
Hace ya tres semanas que estamos en trámites con la Aduana y todavía no somos libres de sacar al Citro del puerto. 
Entenderán que entre la emoción que provoca reencontrarse con la familia, amigos y el suelo, y toda esta riña poco par con el gigante, la inspiración y las ganas de escribir, se haya escurrido de mis dedos.
Paciencia, no fue aquella la última publicación. Hay que darle a esta crónica de tres años, su merecido final y es justamente por eso, que todavía no lo tiene. Resta aún volver a atravezar México de una punta hasta la otra, tenemos que hablar de algunas cosas de esas que nos gusta hacer pasar por serias, y tenemos también, que subirnos de un salto, al increíble mundo de las nubes. 
Si todo sale bien, entre hoy y mañana, podremos recuperar la Nave. Todavía falta la definición del último round de la pelea.
Mientras tanto reciban de nuestra parte unas cuantas patadas ninjas en la quijada, tres llaves doble nelson y una afectuosa paralítica en el muslo izquierdo. Cariñosa y respetuosamente.
Los de Fuego.

¡Arrivederci e buonafortuna!

domingo, 10 de octubre de 2010

Volver

Como bien he dicho, siempre creímos que la vuelta a casa se daría como un acto quimérico. Un acto de voluntad, donde con solo invocar a cien dioses de la tierra y uno del cielo, emprenderíamos un retorno seguro, flotando montados sobre un delicado diente de león. Pero esta vez falló la fórmula de polvo de estrellas. No fueron suficientes tampoco, las danzas jarochas, los dos granos de roca guatemalteca, el cabello de rana tropical y el hilo del tapizado de la nave, concentrados todos a fuego lento, para transportarnos mágicamente al sur.
Y es que a veces uno quiere algo, o cree que quiere algo, cuando en realidad no quiere nada, por estar saturado de querer. En verdad, a veces los planetas se burlan de nosotros, pero nunca más de lo que nosotros mismos lo hacemos. Aquella vez, un globo de gases púrpuras y azulados, sometidos a altísimas presiones, voló por sobre nuestras cabezas y nos dejó caer a un río. Este es el cauce en el que debemos dejarnos llevar, este el río que nos devolverá a casa.

Sin ases bajo la manga que emplear, el universo reclamaba el concurso de nuestros modestos esfuerzos. Esfuerzos que rápidamente se metamorfosearon en bienestar, resultado de la felicidad que deriva de saber, que con cada vuelta de rueda, nos acercábamos un poquito más a casa. Esta publicación relata de alguna manera, una verdadera odisea. Ya que con el motor apenas vuelto a armar, y sin previa prueba, nos lanzamos a recorrer 7.000 km sin escalas.

Un buen baño en el río, deviene en un buen descanso en la carpa. Los días transcurrieron esta vez, cada uno como fiel copia del anterior. Creo que en parte, habíamos renunciado finalmente a aquella aventura extraordinaria, pues el deseo de volver era demasiado fuerte y había ocupado todos los espacios disponibles en nuestras membranas. Los hermosos escenarios de árboles del norte, nos vieron pasar como una seta endemoniada de velocidad. Y en nuestro artefacto blanco, indetenibles, cubríamos distancias de entre cuatrocientos y quinientos kilómetros diarios.

Por un lado me parece un poco tonto, este andar tan ciego, pero a la vez confirma ciertas ideas que presentíamos como correctas y que ahora creemos haber confirmado. Lejos están los verdaderos viajes de los pies, ya que uno puede trasladarse en el espacio sin llegar a ningún sitio. De poco sirve ver mundos fantásticos y copas voladoras, si nuestro corazón no está dispuesto a recibirlos.
Fueron quince días exactos de Valdez, en Alaska a Los Ángeles, en California. Nada mal para un Citroën 3CV de dos pistones y 602cc. Atravesamos con la nave, más de cuatro mil kilómetros en el Yukón y la Columbia Británica en Canadá. Y otros tres mil, en los estados costeros de Washington, Oregon y California en Estados Unidos. Acampando sin excepción cada noche, buscando donde levantar la carpita guatemalteca sin gastar dinero, cocinando siempre nuestra comida y sin el más mínimo desperfecto mecánico.
 
 Manejábamos por encima de las diez horas diarias, desde bien temprano y hacíamos pocas paradas. Cuando encontrábamos un buen sitio, almorzábamos y aprovechábamos para refrescarnos.

En los extensos y despoblados territorios de Canadá no tuvimos problemas. Cada vez que queríamos acampar, encontrábamos hermosísimos bosques dispuestos a darnos refugio.

 “Pero sin Fli-flá”

¿Adiviná con que cucharita Oso? Aquella tarde nos internamos unos dos kilómetros en un denso bosque de pinos, hasta llegar a un río de aguas frescas y transparentes. Apenas tiré el señuelo (que me regaló el Oso para mi cumpleaños), picó este animal que no tendrá el tamaño de un halibut, pero sirvió perfectamente para la cena.


 Con semejante cantidad de agua, y buen sol para calentar nuestros huesos cada vez más flacos, la ducha portátil (que es una gran bolsa de plástico transparente por un lado y negro por el otro), fue más que amortizada por aquellos días.

Habríamos recorrido unos mil doscientos kilómetros, cuando llegando a la altura de la Junction 37, nos encontramos con un incendio forestal. Justo allí, la ruta se divide. La que se interna hacia el oeste, se aleja de la costa y nos lleva directo a Watson Lake, donde la nave se averió mientras subíamos a Alaska. La otra, sigue directo al sur buscando la ciudad de Prince George. Nuestra intención era no repetir camino, pero el incendio nos impedía el paso. Finalmente hablamos con los bomberos y nos dijeron que en la mañana del día siguiente, dejarían pasar autos escoltados, durante unas horas. Dimos algunas vueltas y nos metimos en un camino que conduce a un lago cercano para pasar la noche.

 La carpa y la nave, amanecieron cubiertas de cenizas, rápidamente levantamos el campamento y nos fuimos a esperar a que abrieran el paso. Media hora más tarde nos internábamos en la zona del incendio.

 Seguimos a la caravana de autos a toda velocidad. Cuando llegaban las pendientes pronunciadas, se nos escapaban trepando y ya de bajada, los volvíamos a alcanzar acelerando con la nave a fondo. Así llegamos a la zona segura, junto al resto de los humanos motorizados, para seguir nuestro viaje al sur.

Lejos de la catástrofe, estos incendios son, para una naturaleza prístina y sana, algo así como un baldazo de agua fresca en el desierto. Una nueva realidad sin tanta sombra, y más favorable a los que viven viendo gigantes desde el suelo.

“Incendios Comunistas”
…de que no hay poder absoluto, ni pequeño….

Y no hubo aventuras con osos, nuevos amigos para recordar, roturas de motor, ni enjambres de cucharas asesinas, en aquel mecánico rodar. Todo se resumió a manejar. Manejar horas, días y centurias. Incansablemente aprovechando los largos días del verano boreal, manejamos. A la nave le tocó la parte más dura, ya que nunca en todo el viaje le habíamos exigido tanto.
Un poco el cansancio de viajar tanto tiempo, otro poco el haber dejado atrás esa avalancha de calidez humana Latinoamericana y finalmente el hecho de querer alcanzar a Juancho y Aymi que nos llevaban varios dedos de ventaja en el mapa, fue lo que nos propulsó a Match 0,000032 por las coquetas carreteras justicialistas del norte.

 Acampar ya es parte de nosotros, La Nave lleva todo lo que necesitamos y más. Después de tantas batallas, nos hemos acostumbrado bastante bien a vivir con muy poquito. El armado de la carpita guatemalteca nos toma apenas tres minutos (cuando no se arma sola ya por decantación) e inflamos el colchón con el escape del auto en otros tres o cuatro. Lejos de llevar modernas bolsas de dormir para astronautas y astroboyes, nos abrigamos con primitivas sábanas y mantas de la niñez. Así pasamos cada noche. La alimentación, debo reconocer, no es la más adecuada, muchas pastas y comida enlatada, al menos en estos períodos de tiempo la prioridad no es la calidad o el sabor, sino el precio. Luego cuando llegamos a alguna casa de familia, devolvemos al Yin, un ´poco de Yang (o sea menos Marruchán y más milanesas).

Después de quince días (en realidad tres años) se extraña una buena ducha y una cama que no haya que inflar, pero también se aprende que no hace falta tanto glamour para vivir. Y esto lo digo no como crítica, esta vez, sino como un hecho comprobado empíricamente. No necesitamos tanta chatarra para armar una historia.
Cada mañana desarmamos la carpa, desinflamos el colchón y ponemos todo en el portaequipajes, cubierto con un plástico negro que compramos en Ecuador. Aseguramos las cosas con una soga y a la ruta.

 La última noche en Canadá, acampamos a la vera de un gran río, y ya atardeciendo veríamos sobre la margen vecina, al último oso en nuestro viaje. Un negro, que muy tranquilamente se paseó por toda la costa buscando algo que comer. Después de haber convivido con estos animales, y escuchado miles de historias de encuentros con osos, la impresión que nos queda es que el famoso “Spray Antiosos” fue una compra en vano. Casi tan en vano, como posar o no dormir.
Cruzar la frontera de Estados Unidos fue, sencillamente, insaboro e incoloro. Nada que contar, salvo que esta vez, nos recibió un poli con cara de pocos amigos que nos hizo mil preguntas y nos pidió unos cuantos papeles. Al fin la barrera se levantó y así dejamos atrás Canadá. Sin pena ni gloria (nunca mejor dicho).

 Un gran amigo de la vida “el Bocha”, desde Mar del Plata se vino al norte unos meses, a entrenar caballos y jugar al polo. Si bien nos escribimos unos mails por aquellos días, el desencuentro era inminente. Nosotros queríamos pasar rápido por Seattle y él estaba de pesca, sin señal en su celular. Pero tan increíble es este merengue en el que vivimos, que en el sitio que elegimos para acampar esa tarde, había una bajada al río y se nos ocurrió que podía estar pescando allí. No llegamos ni a bajar del Citro, que ya lo habíamos encontrado. Sin entender demasiado, nos abrazamos felices los tres. ¿Casualidad?

Apenas entramos a Estados Unidos, comenzamos a tener serios problemas para conseguir donde acampar. Toda la costa oeste del país es realmente bonita, pero a la vez está muy poblada, esto último nos puso las cosas bien difíciles.
Así acampamos muchas veces sin saber exactamente donde estábamos, luego el sol matinal iluminaba nuestro paradero y nos encontrábamos en paraísos como éste.



Parque Nacional, Monte Rainer.

 Desgraciadamente Filiberto no tiene setenta años para aprender a callar.

Aquella tarde nos propusimos buscar camping desde temprano, pero la cosa cada vez se ponía más peluda. Al fin, volvimos a encontrarnos a nosotros mismos, manejando de noche y entrando en pequeñas callecitas de tanto en tanto. Nada che. Nada de nada. Ya exhaustos nos metimos en una callecita asfaltada que terminó en un estacionamiento sobre la playa. Habría unos setecientos carteles, indicando setecientas prohibiciones. Entre ellas, por supuesto, la de acampar. Pero el sueño fue más y realmente si uno sigue las normas gringas, se muere asfixiado, ya que ni respirar casi se puede acá. Dejamos el auto y armamos la carpa sobre la playa. Algunos caminantes nos encontraron, pero estuvieron discretos y no nos botonearon. La cena fue del todo frugal y recién a la mañana siguiente pudimos contemplar la belleza del sitio.

La playa entera era un cementerio de troncos secos de viejos y blancos de aburrimiento. Las fotos no reflejan la belleza del sitio (como de costumbre), pero si, quiero compartir lo que un tronco llamado Moret, me dijo con voz xilemática mientras dejábamos el sitio:
“Nos aburrimos porque nos divertimos demasiado”.
Y no los voy a aburrir contando una por una, la aventura de cada noche. A veces dormíamos en puntos panorámicos que ya por la noche quedan desiertos, otras en áreas de descanso, y así. Pero la vedette, fue la vez que nos escondimos detrás de un montículo de tierra justo al lado de la ruta. Insuperable. Estos son los “sacrificios” que conlleva un viaje como el nuestro, hecho a nuestra manera.






Los Redwoods o bosques rojos de Oregon y California son sin duda, ciudades mágicas. El bosque se eleva con sus cortezas arrugadas y sus altísimos canales, desde un suelo húmedo y tapizado de helechos, hasta aquel páramo de nubes flojas y abultadas. Los árboles cual verdaderos gigantes, como reyes imperturbables, proyectan sus finitas pero grandiosas sombras, sobre aquel mundo inferior de enanos fotosensibles. Y esas sombras, ese coletazo ineludible de los reyes, ha sido suficiente para conferir a los senderos del bosque una atmósfera crecida.

 Allí no funciona el hombre como en otros sitios. Si se le deja, la mente sueña allí con las más extrañas fantasías. Sube a torres de cien mil peldaños y se baja en máquinas inventadas. Vuela a países donde la vida es tan efímera, que sus habitantes no conocen el concepto de la muerte. Y son tan rápidas y frecuentes las metamorfosis de aquellos seres, que son en verdad pequeños, que tampoco se concibe allí el concepto de individualidad. Tan lejos de la tierra se acostumbra uno a medir el tiempo solo por el largo de sus barbas y se come solo cada vez que se aterriza sobre un sol brillante.
Tal es el poder de estos bosques, de verdad increíbles.


 Redwoods con Faca

San Francisco echó su manto de niebla sobre nuestros omóplatos y falanges sin consultar nada. Manejando con estos ridículos pulmones que ni espantan bestias, ni arrastran nubes maliciosas, no quedó más alternativa, que conformarnos con verle solo las rodillas al grandioso Golden Gate.


Cruzamos el famoso puente y conducimos hasta Oakland donde nos esperaban Luc, Sarah, Benjamin y Sebastian; una familia de franceses que vivieron en Argentina y pertenecen al Citroën Club de San Francisco.
La familia estaba por salir el fin de semana, a una casita de campo que tienen a unos cuantos kilómetros de Oakland. Como les dijimos que nosotros solo andábamos de paso, decidieron quedarse para darnos hospedaje una noche y compartir un vino y una buena cena.
Luc tiene un Mehari, un Diane y un DS, toda la familia es citroneta de ley y estaban felices de ayudar a este par de viajeros gastados por el camino.

Por primera vez desde que salimos de Alaska, teníamos una cama, una ducha de agua caliente y una rica comida para compartir con nuestros nuevos amigos. Un “pit stop” que se imponía, y nos devolvió dos o tres barritas de energía.

 A la mañana siguiente, desayunamos bien rico, y tras visitar un punto panorámico desde donde vimos la ciudad (fuimos los seis en el Mehari) cada quien se fue por su lado. Si algo nos ha dejado este viaje, han sido amigos y en este sentido no podemos estar más agradecidos. No ha habido en estos años, hallazgo más grande para nuestros andariegos corazones, que la inmensa familia que hemos formado rodando.

Posando felices junto al primo del citro. GRACIAS por todo, familia!!

Manejamos el último tramo de San Francisco a Los Ángeles haciendo solo una noche en la ruta, justamente aquella tan famosa detrás del montículo de tierra. En Los Ángeles nos encontraríamos con Juancho y Aymi. La idea de los cuatro, era ir a los dos puertos de la ciudad, para ver si conseguíamos un barquito que lleve a las naves “de onda”, a la porción sur del continente. Chile, Ecuador, Perú, Brasil, Argentina, todo servía.

De los varios amigos que tenemos en Los Ángeles, ninguno se encontraba en la ciudad, asíque no nos quedó más alternativa que juntarnos con los chicos en un Walmart de Long Beach, cerca del puerto. Abrazos, besos y patadas ninjas, alegría y la seguridad de ya sentirnos una patota para conseguir ese tan ansiado regreso al pago. Dos noches dormimos en el estacionamiento del supermercado, sentados dentro de la nave. Desde allí manejamos al puerto a donde llevamos nuestras carpetas, golpeamos puertas, enviamos mails, pasamos barreras e irrumpimos en oficinas de ejecutivos, casi como en una operación comando.

Muchas puertas se cerraron y unas pocas se abrieron, dentro de estas últimas estaba la de un holandés, Marcel Van Dijk, jefe de marketing del puerto de Long Beach. No sabemos ni como llegamos hasta allí, pero en un segundo, sin cita previa ni nada, estábamos los cuatro sentados frente a este hombre que muy amablemente comenzó la charla hablando en la lengua universal. Hablamos de fútbol. No habían pasado ni diez minutos que Marcel ya nos contaba de unos barcos que llegaban a LA a fines de Septiembre, trayendo aguacates de Chile, y se regresaban vacíos al país del buen Merlot. Realmente pensábamos que esto podía funcionar. Marcel nos contactó con un dinamarqués, Palle Mathiesen (aparentemente dueño de la naviera) y cada vez que les escribíamos o llamábamos, ambos contestaban a la brevedad, sin bicicletearnos ni poner excusas. Palle confirmó que estaba dispuesto a ayudarnos y que si los barcos llegaban, habría lugar para los carritos. Si todo salía bien, volaríamos a Santiago, y entonces, solo nos quedaría cruzar una última vez los Andes para volver a casa. Saltábamos en una pata de alegría, el viaje sin escalas desde Alaska a LA, nos había dejado con los bolsillos virtualmente vacíos, pero ese era un tema que tendríamos que atender más tarde. Ahora la prioridad era este dichoso barco de aguacates.

En una de las vueltas por el puerto, nos cruzamos con un argentino, desde los autos cruzamos dos palabras y el tráfico nos separó rápidamente. Al día siguiente nos llegó un mail de él y después de hablar, nos invitó a comer un asadito a su casa y pasar nuestra última noche en la ciudad, con un techo sobre nuestras cabezas.
Así lo hicimos, nos fuimos los cuatro en yunta para su casa donde junto a Alice, su esposa, Jerry preparó un buen pedazo de carne y nos quedamos parloteando hasta bien entrada la noche.

Nos despedimos de nuestros amigos Jerry y Alice y dejamos LA temprano. Esta vez manejábamos con prisa, ya que la próxima parada sería San Diego, donde el famoso “Tío Luis” (el de los huevos), nos esperaba otra vez con los brazos abiertos.
Como teníamos que esperar la fecha de llegada del barco a Long Beach, y esta era aún del todo incierta debido a las malas condiciones climáticas en Chile, San Diego sería el cuartel general de la patota viajera.

Y hasta acá llegamos, se me cansaron los dedos viejo. Piensen que en esta publicación recorrimos unos siete mil kilómetros, más vale le damos un respiro a la nave que bastante bien se portó.
Como ya acostumbramos, les mandamos una docena de cabezazos en la tráquea, una patada ninja en la sien y un fuerte abrazo (nos estamos ablandando en el fin del camino). Hay bastante para contar todavía, pero para no faltar a la verdad, debo decir que a este blog no le quedan más de dos o tres publicaciones. Así es que de veras, queremos agradecer a todos los lectores, por su apoyo, por su buena vibra y toda la ayuda que nos brindaron en este tiempo. Es increíble la cantidad de amigos que hemos hecho a través de este medio, a muchos no los conocemos en persona aún, pero sin duda, lo haremos en el futuro.

Pronto la seguimos, pero en el mientras tanto.

¡¡¡¡Arrivederci e bounafortuna amici!!!!

viernes, 24 de septiembre de 2010

Las prodigiosas antenas del cascarudo Mario

No seamos trágicos. No se trata de vivir como si este fuera el último día. Ni de aprovecharlo todo pensando en un mañana truncado. No adhiero a la archifamosa teoría de que la vida nadie la tiene comprada y por ende, debemos sacarle el jugo ahora, pensando en que si estiramos la pata, ya no podremos hacer lo que tanto anhelábamos. De hecho, lo más probable es que mañana despertemos una vez más, y de igual forma lo hagamos el día siguiente. Realmente, lo que quiero decir es que no hace falta morir para perderse la vida.
Es más fácil que lo vean quienes están ya bien entrados en años, o aquellos a quienes la salud los ha abandonado. ¿Y los demás somos todos cieguitos? Yo peleo afortunadamente, no para evitar la muerte, sino para no despertar una vez más y encontrar entonces, que estoy triste.
Y cuando llegue la huesuda (porque indefectiblemente va a llegar para todos), que me pille sonriendo y satisfecho con los pasos pisados.


Con el perdón de Rod y el Oso, diré que Alaska cobró un nuevo sentido, uno más bello y amplio cuando nuestra fiel Citronave nos depositó sobre las calles de Valdez. Para esto tuvimos que manejar con el motor nuevamente averiado, desde Anchorgae, unos 500 km al este y al sur.
Saliendo de la ciudad, nos encontramos finalmente (y digo así porque sabíamos de ellos, nos escribíamos por internet pero jamás habíamos estrechado manos) con el Pelu y Sami, una pareja Argentina que llegó a Alaska en el verano del 2010. Ellos lo hicieron a bordo de su Renault 12. Después cruzaron la línea Juancho y Aymi con su querida Estanciera y nosotros, tras los arreglos de motor en Whitehorse, fuimos cola de perro con la Citraca Mágica.
Viajamos entonces nuevamente con un ruido infernal del motor, dejando atrás imponentes glaciares y aquel bosque de pinos enanos, que apenas logran estirar sus brazos un poquito, buscando esos paquetes discretos de energía solar que se han vuelto bastante esquivos por estos días.

Mario, con sus antenas prodigiosas indica la presión barométrica y conjura un aguacero de yuca y miel. Cumplidas sus responsabilidades cotidianas, se interna en los engranajes del motor, sostiene resortes y refuerza cojinetes impidiendo una nueva catástrofe no aérea en tierras inhóspitas.
Casi llegando a Valdez y tras haber trepado hasta la cima de las montañas que se hunden en una eterna realidad de nubosidad impenetrable, hicimos un alto en el camino para contemplar el Glaciar Worthington. Según dicen los viciosos de estas tierras, las lenguas y dedos helados de la bestia, llegaban años atrás hasta la vera del camino. Hoy hay que adentrarse algo más de doscientos metros para contemplarlos.


Sabiendo que nuestra amiga Jeanne no se encontraba en el pueblo, decidimos pasar una noche acampando en el Blueberry Lake, justo en la cima del paso Thompson. Desde aquel día en adelante, pasarían casi dos semanas en las que no veríamos el sol. Las montañas que rodean a la ciudad impiden que el aire húmedo, que llega desde el Pacífico, siga su viaje tierra adentro. Por esto, un nutrido poncho de nubes cubre continuamente todo el lugar, soltando de tanto en tanto un buen chaparrón. A la mañana siguiente, levantamos el campamento bajo la lluvia y bajamos de las montañas hasta el mar.

Aquí finalmente tuvimos oportunidad de asistir a un espectáculo que nunca habíamos vivido antes. Del otro lado de la bahía, en Salomon Gluch, miles y miles de salmones rosados regresaban a desovar en el río, tras uno o dos años de vida en el océano.
Este es el final de su viaje y de su vida. Hay que ver a esos peces luchando contra la corriente, exhaustos, saltando, sufriendo los efectos que el agua dulce ejerce sobre sus cansadas aletas, retorciéndose para alcanzar la meta. Tras desovar, los salmones mueren regalando su inercia hidrodinámica a la rueda que nunca se detiene.

El frenesí alimenticio que allí se desata en estos días, es algo digno de ser relatado. Se congregan en el lugar para la ocasión, cientos de pescadores. Águilas calvas, osos pardos, lobos marinos y focas, gaviotas y los hombres con sus cañas, todos más o menos juntos, tras la misma presa.
La pesca es de lo más sencilla, se arroja un señuelo a la masa de peces y mientras se recoge, se hace un tirón fuerte. Acá le dicen “Snagg”, los salmones salen enganchados de la cola, el lomo o cualquier lugar.

Hay comida en cantidad y para todo el mundo, día tras día, los salmones siguen llegando de a miles para cumplir con su misión. La sensación que nos dejó este acontecimiento, fue algo muy parecido a la que sentimos durante el anidamiento de la gigantesca tortuga baula aquella noche, en la isla de Bastimentos en Panamá. La naturaleza abriéndose camino más allá de todo obstáculo, con potencia, con avidez de vida, con una belleza diáfana e inalcanzable. Una ola arrolladora, imposible de detener, de ninguna forma jamás.
Tras otra noche de camping bajo el agua, con todo lo horrible que es acampar y dormir medio mojados y sin la posibilidad de hacer un buen fuego, nos reunimos con Jeanne. Desde el primer instante en que nos acercamos a ella, todo lo que nos sucedió fue ciertamente increíble. Jeanne es de esas personas a las que todo el mundo busca, ya sea para contarle sus penas, ya sea para divertirse, para aprender algo nuevo o simplemente para estar cerca. Tal es su energía, tal su calidad como persona. Y realmente nosotros estábamos necesitando un poco de input energético por aquellos días. Todo lo que nos sucedería, la gente que conoceríamos a través de ella, es, junto con la visita del Oso y Rod, lo mejor que nos pasó en este lejano y lluvioso país de Alaska.
Valdez es un pequeño pueblo que fue devastado por un gran sismo y volvió a construirse ordenadamente a la vera de una bahía de aguas calmas perteneciente al Prince Williams Sound. Durante el verano, llega aquí gente de diferentes sitios, buscando un trabajo de temporada bien pago y la población crece sustancialmente. El invierno, según nos cuentan, es largo, oscuro y crudísimo. Queda en el pueblo, que es famoso por poseer uno de los niveles de precipitaciones de nieve más altos del mundo, menos de la mitad de la gente. A veces deben construir túneles para ingresar a las casas, que siempre tienen dos pisos, siendo el segundo el más habitado.

Todo el lugar es muy calmo, nosotros mismos hemos visto dos osos negros corriendo por las calles del pueblo. Así de estrecho es el contacto con la naturaleza en estas latitudes.
Las costas de Valdez son un laberinto de rocas, islas y pequeñas bahías, un paisaje de fiordos lleno de vida, rodeado por bosques jóvenes que tratan de hacerse viejos sobre la tundra helada. El pueblo vive principalmente de la refinería de petróleo, ubicada del lado industrial de la bahía (hasta aquí llegan del norte las tuberías del Alieska Pipeline), pero también la pesca da buenos frutos, sobre todo en temporada de salmones. Veinte años atrás, un buque petrolero de Exxon se estrelló contra unas rocas del Sound, derramando el crudo por toda la zona. Esto castigó al ecosistema, muchas especies perdieron una generación completa, nacieron individuos defectuosos y ya nunca más volvieron a establecerse en el área. Tal es el caso de Hearing, un pequeño pez que forma grandes cardúmenes y era el principal recurso para los pescadores y demás alimañas del lugar. Hoy si se hace un pozo no muy profundo en las pequeñas playas de arena, todavía puede encontrarse petróleo que nunca se degradó. Las enormes nutrias marinas, lobos y focas, orcas, delfines y demás mamíferos de la zona se vieron muy afectados por este derrame. Todo esto se puede ver aquí veinte años después y estamos hablando de un barco que no derramó toda su carga. Pueden imaginarse lo que significa y significará entonces el derrame en las tuberías del Golfo de México. Digan lo que digan aquellos que tan bien mienten, el daño que han producido al ecosistema y a la economía pesquera de la zona es terrible y durará mucho, mucho tiempo.
Pero ya me fui por las ramas, volvamos a lo nuestro. La primera noche de reunión conocimos a varios amigos de Jeanne, entre ellos Josh, un neocelandés radicado en Valdez hace ya una ponchada de años, que nos invitó a navegar al día siguiente en su pequeño bote hasta el Shrub Glacier.
El bote al agua y todo el mundo arriba. La tripulación estaba integrada por Josh, su hija, una amiga de Nueva Zelanda, Le´Chien y yo. Ya de regreso, levantamos a un loco que andaba en un botecito de goma portátil de dos por dos, para evitarle la remada hasta el pueblo.
Al capi, le gustaba la velocidad y ya de movida un bote de goma que llevábamos en el techo se soltó golpeándonos en la cabeza a su amiga y a mi. Escena de terror con cráneo sangrante y todo eso. Pasado el momento, navegamos más tranquilos observando la flota que estaba en plena captura de salmones.

Desgraciadamente no tenemos fotos del glaciar, porque cuando llegamos a la costa en medio del caos del desembarque nos quedó la cámara en el bote. La historia es así; me tuve que tirar al agua para acercar el barco a la costa, las ojotas se me quedaron incrustadas en el barro (el deshielo de los glaciares arrastra mucha arcilla y forma un fondo de lodo muy fino), me mojé hasta la cintura y finalmente me tocó caminar descalzo, mojado y sin cámara hasta el glaciar. La peque, como todos los demás, ligó un par de botas de goma y no tuvo mayores problemas.

La aventura terminó con un regreso a toda máquina, saltando sobre las pequeñas olas que forma la brisa de tarde que sopla a diario desde la tierra.
La tripulación feliz, tras la aventura.

Apenas pusimos un pie en tierra, conocimos en casa de Jeanne a Niel, otro de sus buenos amigos, que nos invitó para hacer un viaje de tres días a bordo de su nave “El Tempest” por el Prince William Sound hasta un pequeño pueblito llamado Ellamar, no muy lejos de Valdez.
Compramos algo de comida para aportar a la causa y nos embarcamos junto a algunos nuevos amigos: Leah, Patrick, Mary Lou y el capi Niel.

Con unas cuantas botellas de vino y buena compañía, comenzamos el viaje.
Delgada e ingrávida, flota una medusa león en las gélidas aguas norteñas. Durante todo el viaje, vimos miles y miles de medusas, algunas eran inmensas y muchas veces cruzábamos bancos infinitos de medusas luna, que son totalmente translúcidas y elegantes como danzarines celestes.
En este viaje entenderíamos lo que es pescar en Alaska, ya no deberíamos recurrir a sucias artimañas como el “flí flá”, “ruleta de pescadores” o “pesca show” para justificar lo pobre (por no decir nulo) de nuestras capturas. Con la pesca de este rock fish, a cuenta de Patrick, comenzábamos a vivir una sana costumbre.

Y cuando la lluvia era ya demasiado fuerte como para permanecer en la cubierta, nos refugiábamos en el camarote del capitán a comer maní y tomar vino, o en nuestra habitación a leer.
La navegación fue tranquila y lenta, llegamos a Ellamar sin sobresaltos y festejamos con una rica cena acompañada con vinito. El sitio es increíble, como de cuento. Apenas unas quince o veinte casas rodeadas por un bosque silencioso de cientos de años de edad. La ligera bruma jugueteaba envolviendo ya a los árboles, ya al Tempest, que flotaba sin siquiera moverse en estas aguas dormidas. Sin ruidos, solo alcanzábamos a oír el casi imperceptible choque del agua contra el casco, a las águilas clavas que gobernaban la escena desde las copas más altas, y a los salmones que saltaban sin descanso a nuestro alrededor. Clama. Tanta calma, tanto silencio, tanta armonía, que si uno ponía atención y escuchaba, no había respuesta que se volviera esquiva.

Sin más techo que el mar. Sin más suelo que el cielo.

La vuelta en kayak terminó siendo una nueva aventura. Leah era la única con experiencia. A Patrick, la Peque y a mi, nos dieron todas las indicaciones: Como zafarnos si nos dábamos vuelta, como subir, como bajar, como remar…. Y así salimos de gira. A los veinte minutos aproximadamente, Patrick perdió el equilibrio y ¡AL AGUA PATO! Como estas aguas, nada tienen que ver con sus primas cálidas de Tulum, rápidamente nos aprestamos a ayudarlo para que volviera a montarse. Pusimos tres kayaks en fila, estabilizándolos con los remos y tras bastantes forcejeos, el hombre de sangre irlandesa logró incorporarse en la nave nuevamente. Desafortunadamente los nervios lo traicionaron y volvió a caer al agua helada. Esta vez, cambiamos la estrategia y Patrick tuvo que nadar hasta la costa, para meterse en una casa a calentar los huesos. Mientras tanto Loli y yo rescatábamos las zapatillas y lo que podíamos del agua, nos llevamos tirando su kayak hasta la costa, desde donde más tarde volveríamos a remar todos hasta el Tempest.
El valiente Irlandés luce derrotado, pero vivirá para contar sus aventuras.
Cuando regresaron Neil y Mary Lou, el capi timoneó en busca de un buen sitio para pescar y vaya que si sabía lo que hacía.

El primero en caer fue otro rockfish a cuenta de Mary Lou, estos peces descansan en los lechos rocosos a gran profundidad, por eso a veces cuando los subíamos al Tempest, la diferencia de presión, les hacía reventar y salían con el estómago fuera de la boca y los ojos hinchados. Si bien son de crecimiento muy lento, no vale la pena devolverlos, ya que de todas maneras no sobreviven. Lo bueno, aunque es difícil limpiarlos, su sabor es exquisito.

Más rockfish, esta vez pescado por la artista del reel.
Finalmente, utilizando líneas de profundidad, llegó la captura del día. De hecho fue una doble captura. Primero sentí un tirón pero no muy fuerte, cuando empecé a levantar la línea pensando que había pescado otro rockfish, llegó el tironaso y la línea empezó a hacer girar el reel como loco. ¡Esto si tenía que ser una gran bestia marina! La llovizna empañaba mis visión y la tanza seguía alejándose en las profundidades. ¿Sería un Craken? Tal vez un cachalote o un monstruoso arquiteutis…. Poco a poco comencé a levantar la línea aterrorizado de perder mi presa, tal como me había sucedido un rato antes. Entonces los vimos aparecer como dos vagas siluetas que se confundían en una, mientras abandonaban el oscuro fondo.
¡Efectivamente una doble captura! El más pequeño era un codd y el grande, un clásico de la pesca en los mares de Alaska, un halibut.
¡Menudo bicharraco! Lo más grande que he pescado en toda mi vida, después de la Peque. Estos halibut, son lenguados gigantes que se arrastran por los fondos arenosos, alimentándose de otros peces más pequeños. En realidad éste en particular no es tan grande, ya que pueden llegar a pesar entre 400 y 600 libras.

A Mary Lou le tocó la tarea más ardua, limpiar a las bestias. Claramente su expresión no es de felicidad.
El ancla del Tempest no nos ata a ningún sitio en particular. Nos movemos con libertad por las aguas del Prince Williams Sound. Neil quiere mostrarnos a fondo esta tierra que tanto ama, y nos lleva de aquí para allá sin pausa (pero sin prisa). Todos estuvimos de acuerdo en alargar un día más nuestra estadía por estos lares, para descubrir nuevas maravillas. Anclamos cerca de una costa rocosa y con otro bote más pequeño llegamos a tierra. Trepamos (sin cámara) grandes pendientes rocosas, subimos entre bosques impenetrables hasta encontrar una bocamina abandonada. Esta mina de cobre, como tantas otras fue explotada a principios del siglo pasado. Nos metemos con agua hasta las rodillas por un túnel estrecho y oscuro. El Capi guía y no hacemos muchas curvas antes de llegar al fin del camino. Apagamos linternas y ahí nos quedamos, callados en la más impenetrable oscuridad.
Cada lugar que visitamos tiene magia, estamos en tierras realmente despobladas, rodeados de naturaleza y un mundo que nos aplasta con su silencio que dice mucho.
No es novedad que llueva y el cielo se vea cubierto de un manto plomizo de nubes, que parecen domesticadas por su mansedumbre. Todos hablan del sol y si es que alguna vez se deja ver, la gente salta de felicidad. Pero no existe en vano esta gris realidad, muy por el contrario, no habría sin ella bosques como los que aquí hay. Los árboles, majestuosos como enormes torres de infinitos escalones, se aferran como pueden de las filosas rocas. Así poco a poco dejando caer su piel, carne y cabellos de vidas pasadas, hacen suelo donde no hay, y generan las bases para una nueva generación, más grandiosa aún que la que les precedió.
A los árboles como éste no se los mira, ni se les habla, mucho menos se los trepa, simplemente se los abraza.
Incansable con el reel en la mano, aún bajo la lluvia, Le´Chien busca su presa.
 Muy a lo lejos pudimos fotografiar a una nutria de mar. Usualmente se las ve panza arriba, comiendo toda clase de cosas que consiguen en el fondo del océano. Para abrir ostras y mejillones, agarran piedras que se apoyan sobre la panza mientras percuten la concha con otra que sostienen con ambas manos. Al principio pensamos que eran lobos de mar pequeños, así de paisanos somos che.
 Dicho y hecho, mientras todos nos refugiábamos de la lluvia, la estoica Dolores persistía con la caña, finalmente, capturó un buen Codd para la cena.
El sol salió en el día del regreso a Valdez y según la tradición, el Capi desplegó su bandera pirata. Todo listo para un retorno memorable.
Leah aprovecha las últimas moléculas de aire de Ellamar mientras Neil devuelve el skiffle a su lugar, y prepara todo para zarpar.
 
Ya en el puerto, Neil se dispuso a preparar una fiesta abordo para la noche. Entre llamada y llamada, habló con Douglas, el esposo de Jeanne, que estaba a punto de salir a dar una vuelta en su helicóptero aprovechando el buen clima (si, en su helicóptero ¿Qué pasa? ¿Algún problema?). Entonces nos pregunta el Capi ¿Quieren ir? Media hora más tarde estábamos listos para volar.

¿Y dónde está el piloto?
Dos o tres indicaciones menores y ¡a volar! Curiosamente de todas las veces que hemos volado con la Peque, nunca repetimos nave. En Miramar el debut en Cessna (avioneta de cuatro plazas), luego en el voladero de Ruitoque en Colombia en parapente, después el vuelo comercial en Boeing a Cuba desde Cancún, el ultraligero de David y Laura en las playas de San Blas, en México, y ahora helicóptero en Valdez, Alaska. Todas fueron completamente distintas, el helicóptero comenzó a temblar a medida que la potencia del rotor se incrementaba y mientras Douglas movía los controles, muy suavemente quedamos suspendidos en el aire. Nos movimos casi a ras del suelo unos trescientos metros y de ahí ¡al infinito y más allá!

Valdez.
Douglas nos llevó a través del cañón por el que baja el río que trae el deshielo del Gray Glacier.

El piloto en su tinta.
Y así mansitos, nos movíamos como Ícaro pero sin miedo a que se nos derritan las alas. Flotábamos en esta burbuja mágica, suspendidos a cientos de metros sobre el suelo. Douglas movía un delicado comando y a toda velocidad pasábamos del mar a la montaña, de la montaña al río y del río al glaciar. Realmente esto parecía cosa e´ mandinga, la belleza de los países terrestres cobraba nuevo sentido ya que, aunque nuestros ojos eran los mismos, nuestro punto de vista había cambiado dramáticamente. En la altura no pude evitar pensar en la relatividad de las cosas, y el bueno de Alberto vino a socorrer mis ideas. Allá abajo transcurre nuestro tiempo, allá en esa dimensión chiquita y tiesa como el acero. Nada parece estar sucediendo allá y sin embargo…. Y sin embargo se mueve…

Y muchos podrán creer que lo que hablo son solo fantásticas mentiras, pero no los culpo. Como culparlos si ni yo mismo daba crédito de lo que veía, mientras la burbuja nos puso justo por encima de un enorme campo de hielo que se perdía en lejanas montañas. Un campo sin nada más que un manto azul, manchado con huellas de gigantes.

Y dimos vueltas moviéndonos en el aire, sin importar siquiera para donde soplaba el viento. También subíamos y bajábamos a capricho con solo mover el comando, sin que la gravedad nos estrellara contra el suelo. Cruzamos todavía un río que se veía desde el cielo como un charco insignificante y casi creí estar soñando cuando Douglas bajó la burbuja a tierra, en el pico de una montaña desde donde podíamos ver toda la bahía.
 El aterrizaje fue tan suave como el despegue, Douglas nos puso en la tierra, esperamos a que el rotor de la burbuja se detuviera casi por completo y abandonamos el sueño.
Ni en un millón de años podremos agradecer semejante experiencia.
¡IN-CRE-I-BLE!
Ya de regreso en el Tempest hubo cena, aunque Patrick no fuera el mejor chef del planeta, se comió y bebió a gusto. ¿Y adivinen que? Esa misma noche conocimos a Bill, un amigo de Neil que tiene un velero y nos invitó a pasar tres días con su familia, navegando hacia Galena Bay y otras bahías menores del Prince Williams Sound. Nosotros habíamos decidido comenzar a pensar en la vuelta a Argentina, pero rápidamente nos dijimos ¿Cuándo vamos a volver a tener una oportunidad como esta? Parecía que Alaska no quería que nos fuéramos sin dejarnos embelezados con su belleza.

 Así abandonamos la vida pirata a bordo del Tempest del capitán Neil, para embarcarnos en un viaje más familiar. Gracias Neil, Mary Lou, Patrick y Leah, por regalarnos cuatro días que valieron por cuatromil centurias.

Solo cambiamos las mantas del Tempest al Raven y dejamos al Citro esperándonos una vez más, en casa de Jeanne y Douglas. ¡¡¡Toooooodos a borrrrdooo!!!

 Esta vez éramos en la nave: Bill, su esposa Donna, su hija Ardeia, una amiga llamada Flora, el perro Jack y nosotros. El plan era tirar jaulas por la mañana y cada día recolectar una buena cantidad de camarones para la cena. Nos asignaron un camarote y a navegar.

 Donna, Jack y Loli desayunan plácidamente en la cubierta, mientras nos acercamos a la zona donde bajaremos las trampas.
Bill conoce un filo muy abrupto, ideal para hacer el primer intento. Llenamos las jaulas con el cebo, me tocó timonear el Raven paralelo a la costa mientras Bill soltaba las trampas que se hundieron en el filo.
 Al día siguiente levantamos las trampas con poco que aprovechar. Algunos camarones, caracoles y un cangrejo hermitaño.
 
¡Hola Miguel!
 Esto es tras lo que andamos, solo que necesitamos muchos más para hacer una buena cena.
Bill es muy meticuloso con todas las maniobras del Raven, Donna lo ayuda a anclar cada vez, y yo aprendí a levantar la boya de las trampas. Pasamos una noche en una bahía poco profunda de fondo lodoso y allí dejamos al Raven anclado para irnos en el gomón a recorrer las bajadas de los ríos y arroyos.

Bajamos en los ríos donde entran los salmones a desovar, la sensación es única. La cantidad de peces es increíble. De tanto en tanto, todos aceleran juntos en el agua y forman una ola que se mete en el río haciendo ruido. Estamos en sitios a donde no se puede llegar por tierra, sumergidos en una atmósfera prístina, en un país de naturaleza virgen y hermosa. Los osos grizzlis y negros llegan a diario hasta aquí, en busca de un buen almuerzo o cena y la idea de Bill, es que alcancemos a ver alguno. Como huyen rápidamente al percibir la presencia humana, tratamos de no hacer ruido y ubicarnos en contra del viento. En el primer sitio en el que visitamos, no había osos pero si evidencia de su cercanía.
 Callejones enteros de pastizales aplastados por los osos, que caminan a lo largo de la costa buscando salmones.

Exploramos el área que no podría ser más hermosa. El río, una pequeña cascada, los salmones que nadan a toda velocidad esquivando nuestras pisadas, el pasto crecido, las águilas calvas, el cielo inusualmente despejado y azul, y los árboles como ancianos cubiertos de largas barbas colgantes, todo es una maravilla.



 En el próximo riachuelo tendríamos mejor suerte. Al pasar justo por delante alcanzamos a ver un oso grizzli pescando, en cuanto nos vio, salió corriendo como alma que lleva el diablo pa´l bosque. Bajamos pensando que tal vez aún podríamos verlo, pero ya se había perdido en la espesura. Esta vez los salmones eran muchísimos y mientras caminábamos por el río nos pasaban por los lados. La pesca prometía y no hubo forma de frenar a la Peque, que enseguida peló la caña.

La captura de Loli, un salmón rosado macho de buen tamaño, con joroba y todo.

 Crudos son más ricos.



A un millón de años luz, diez tentáculos son menos que dos. Pero aquí no.
A mil millones de años luz el cuasar brilla más que el pulsar. No importa aquí.
A tres billones de años luz, nadie cuenta los tentáculos. Pero aquí sí.
Aquí, a diferentes tentáculos, diferentes estrellas.
Allá a lo lejos, todas las estrellas son iguales, solo por ser estrellas.
Pasamos tres días en el Raven, la pesca de camarones fue aún más infructuosa el segundo día (aunque enganchamos una línea vieja y rescatamos cinco jaulas para sumar a las nuestras), por lo que resolvimos cambiar la carnada y bajar las jaulas a menos profundidad para el último intento.

Entre el dijeri-doo, el piano y la guitarra se nos fueron las noches, la última mañana fuimos a levantar las jaulas y contra todos los pronósticos, subieron repletas de camarones gigantescos. El número 149 camarones, más que suficiente para una cena a todo trapo.
 Ya de regreso en el puerto, Donna preparó los camarones y nos despedimos de nuestros buenos amigos con un verdadero festín.
Ramiro, nunca consiguió nada en su vida. Nunca fue el más obediente ni el más trabajador de los hermanos, que eran como 34. Nunca salió en la tele. Nunca supo vestirse con clase. Nunca supo ordenar vinos en francés. Nunca se casó. Nunca abrió una cuenta en el banco. Nunca bailó en la tarima de un boliche. No obtuvo ningún título universitario. No leyó el Alquimista de Coelho. Nunca tuvo un cero kilómetro. Nunca una corbata. No sabía disimular. Nunca tuvo clase. Nunca fue premiado por nada. Nunca fumó habanos cubanos. No vio “Querida encogí a los niños”. Nunca tomó Coca. Nunca se tatuó. Ramiro era poco común y se lo comió una víbora dentro de una caja.

Y hasta aquí llegó americaencitro, ¿que más? Habíamos pasado un mes recorriendo Alaska, visitado 17 países, hecho y deshecho a diestra y siniestra. Dos años y medio de errar, sin tiempos, sin obligaciones, sin seguridades, sin restricciones y sin excusas, inventándonos una realidad que se amoldara a las inquietudes de nuestras almas andariegas, se hicieron sentir. Ahora solo queríamos volver a casa. Volver a nuestra querida Argentina, con todo lo que eso significa. Misión cumplida pensábamos. Siempre imaginamos un regreso mágico, de Alaska a Argentina con solo chasquear los dedos. Claro que podríamos volar en la burbuja de Douglas, pero no habría lugar para la Citraca, además difícilmente llegue tan lejos. ¿Cómo volvemos?

Nuestro eterno optimismo nos trajo hasta aquí, pero ahora nos encontrábamos casi sin dinero, en el otro fin del mundo, con el Citro pidiendo a gritos un descanso y, debo admitir, el alma exhausta de tanto andar. La salida más fácil era vender el Citro y volar a casa al día siguiente. Considerando el ruido que hacía, y que teníamos dos ofertas reales, no sonaba para nada disparatado. Entonces muchos trataron de convencernos de que era la mejor manera de terminar el viaje, pero hay un pequeño detalle que suele olvidarse; NO TODO SE COMPRA, NO TODO SE VENDE.
NO HAY MAGIA EN ESTE MUNDO, SI NO PROVIENE DE NUESTROS PROPIOS CORAZONES.

Cansados, con la cabeza a mil, sin dinero para volar o mandar la Nave al sur, con novedades nada alentadoras acerca de puertos y posibles rutas de salida, quedaba una sola cosa por hacer. Ponerle el pecho a las balas y seguir siendo fieles a nuestra historia. ¿Entonces?
A desarmar el motor. Nos vamos manejando para el sur.
Douglas nos permitió desarmar el motor de la Nave en el garaje de su casa. Sin repuestos, sin más herramientas que las que llevamos en mi caja y cansados de tener que vestir el mameluco de mecánicos, bajamos el motor y lo terminé desarmando completamente en solo cinco horas.
El diagnóstico: El engranaje que funciona entre el cigüeñal y el árbol de levas (que pusimos nuevo hacía menos de un mes atrás en Whitehorse, Canadá) ya estaba muy madreado (como dicen acá en México) y volvió a romperse. Al uno de los dos engranajes del árbol de levas le faltaban ya dos dientes y de ahí venía el ruido. Como siempre el equipo técnico desde Argentina aconsejó, y decidí sacar el engranaje roto. ¿Y en su lugar que pongo? Nada. Absolutamente nada. La única función de esa pieza es disminuir el ruido del motor, pero sin ella, todo debería funcionar perfectamente.

Dicho y hecho, quité tres resortes, agujeré un remache y el engranaje salió completo, ahora a limpiar y volver a armar todo el motor.
 Lindo el taller ¿no?

Armar el motor me tomó tres días, a Loli la eximí de sus responsabilidades de mecánica adjunta esta vez, ya que estaba realmente cansada y la situación la había sobrepasado. Entonces Jeanne y sus amigas se encargaron de hacerla sentir como en casa. Se fueron de paseo a Gray Creek y juntaron rhubarb para preparar tartas con Karen, salieron a pasear con Jeanne y tejieron crochet con Denisse. Durante aquellos días mientras la nave iba recobrando vida, todos se portaron increíbles con nosotros.

 Armar el motor, poner pistones, camisas y cabezas. Torquear todo. Encajar el múltiple, las chapas, carburador, radiador, tubo de aceite, bomba de nafta. Montar el volante, disco y placa de embrague. Regular válvulas, poner a punto. Conectar cables, colocar retenes. Filtro, aceite. Ventilador, correa y alternador. Subir el motor al auto, conectar el escape en fin…. Poner en marcha, que levante presión, que arranque y funcione lo suficientemente bien como para andar 12.000 km casi sin parar.
¿Posible? No solo posible, un hecho.
Probamos al Citro visitando otra vez Salomon Gluch (unos 30 kilómetros. Flor de prueba para un desarme completo de motor ¿eh?), y esta vez todo salió bien de una. Sin mayores preámbulos, vestimos nuevamente al bólido y estábamos listos para salir tras nuestra nueva meta. Solo quedaba entonces, despedirnos de los amigos, y lo hicimos con una rica cena, obviamente a base de salmón, con guitarreada y todo.

 Dicen algunos chinos que el Universo es un espejo. Y también inventaron los fiedos.

 En cambio éste necesita un espejo.
 Gracias Jeanne por todo, mil veces gracias. Si no te hubiésemos conocido allá al sur en Bryce Canyon, Alaska no hubiese sido lo que para nosotros hoy es. Fue muy importante haber contado con vos en esta etapa de nuestro viaje. Por lo que nos enseñaste, por lo que nos ayudaste, por lo que nos brindaste y por todos los momentos especiales que vivimos juntos. Molte grazie ragazze.
 El mago de la burbuja es la puerta de las puertas.
Y mejor que nadie sabe lo que hace tiempo hemos aprendido, siempre hay puertas para abrir. Y si no hay llave, todavía se puede golpear.
La alegría es parte de la tristeza.

La tristeza es parte de la alegría.
Y dejamos Alaska señores y caballeros, así como sabemos hacerlo, con alegría, con un millón de historias nuevas para contar, habiendo marcado estas patas de trotamundos bien profundas en el barro. Parte de esta tierra se va con nosotros y parte de nosotros se queda en esta tierra. Los amigos, son para siempre, y lo que venga mañana tendremos que tomarlo con una sonrisa y las ganas de seguir adelante, otro paso más, y otro, y otro. Como dice don Drexler; ya está en el aire girando nuestra moneda. Hay mucho que contar todavía, pero señores, si queremos volver a casa, más vale que empecemos a menejar.

Gracias por todo el afecto con el que nos ametrallan a través de esta página. Por hoy los vamos dejando, claro que no sin tirarles antes al menos; un par de patadas ninjas, unas cuantas cachetadas en la lengua y unas líneas finales.
 Somos seres invisibles, somos de barro translúcido. Con mis manos que están repletas de magias, levanto un vuelo hermano del viento primitivo y limitado. Y me conduzco aún más alto y más lejos, besando las estrellas y lo que se encuentra más allá de ellas también. La muerte, la vida, el origen, el sol, las ideas, el tiempo, el pasto, las representaciones de lo que nos rodea y lo que realmente nos rodea, me importan cuando estoy abajo. Aquí arriba presiento todo con una claridad que nunca antes había creído posible, y hasta el sentimiento más noble que conocí antes, me parece tosco e innecesario.
¡¡¡¡Arrivedercci conejillos!!!! ¡¡¡¡Arrivederci e buonafortuna!!!!