miércoles, 20 de abril de 2011

¿Cuánto de jabón hay en una pompa de jabón?

¿Cuánta carne necesitamos para ser? Ahora que me ha tocado en suerte agrupar mi existencia en este ser racional, creo entender ciertas cosas. Y digo creo, porque esta es justamente una de las primeras, y canallescamente confusa, reglas de la razón: Uno cree entender hasta que entiende, y aún entonces, probablemente lo entendido tenga la inconsistencia de una pompa de jabón. Así de frágil es este mundo de ideas, así de caprichoso este escenario de difusas representaciones que, de yapa hasta donde he llegado a experimentar, es el único posible a nuestra humana naturaleza.
Y para rematar este coletazo de hipogrifo, de las cosas que creo entender, desafortunadamente ninguna es realmente importante.
Toda la verdad me ha sido vedada, ¡macanuda triquiñuela cósmica! De a ratos extraño aquel millón de años en que fui ameba, cuando se me pasa sigo atormentándome de sentido, que es el mal de los que tienen la panza llena.

Habiendo recordado a quienes todavía tienen el arrojo de pulular por estas direcciones virtuales, que todo lo que se diga a continuación deviene del bochornosamente impuntual teclear de un pobre tipo perdido, proseguimos.

Nos abrimos paso entre la marea motorizada. Viajamos a máxima velocidad y sin embargo, somos un estorbo para los miles de conductores que vuelan sobre el Highway 5 del estado de California. La Estanciera y el Citro, dos probados héroes ambulantes, son aquí piezas de museo, molestos espejismos del camino. Atrás quedan Los Ángeles y la gran Norteamérica angloparlante, adelante, la hispánica San Diego, el Tío Luis y, si todo sale bien, el ansiado retorno a la patria. Mientras manejamos, nuestra atención se fija en el retrovisor y los autos y camiones que pueden embestirnos desde atrás, más que en el propio camino. Sufrimos en esta corriente autopropulsada, pero en pocas horas, como el caballo que vuelve a la casa, hallamos nuestro propio camino.

El desandar camino no resultó tan a nuestra medida como el andarlo. Para no faltar a la verdad, creo que la poblada costa oeste y el abismo que existe entre la idiosincrasia latina y la anglosajona, fueron lo que no abrazó amistosamente a nuestro “modus operandi”. Además, el deseo de volver, superaba ampliamente a cualquier otro, y eso eran malas noticias. Mucho tiempo atrás habíamos comprendido algo fundamental; la cabeza debe estar donde están los pies y nunca en otro sitio. Solo así se puede conservar la cordura, solo así se le saca provecho al chicloso tiempo de Einstein. Ahora actuábamos por impulsos y sin control, la locura golpeaba a la puerta y si bien no llegamos a imaginar caballos fosforescentes cabalgando hacia las nubes, vimos un roedor fosforescente jineteando caballos fosforescentes entre las nubes.
Afortunadamente para nuestros corazones cansados, San Diego es de cierta manera sinónimo de México. Y México es Luis, son Nacho, Carapacho y Pepe de Tijuana. Es la fibra de Quetzalcóatl en cada partícula de polvo en Sonora, en cada hoja de Sinaloa, en toda falange que se extiende, toda roca y todo rostro. México es ya para nosotros la segunda patria, es Latinoamérica de brazos abiertos y barro, es tierra de humanidad fresca y hermana.
Ya me gana la emoción y todavía no cruzamos la línea. Volvamos. En San Diego, tal como lo había hecho medio año atrás, Luis recibió a “los cuatro fantásticos” feliz y con infinita predisposición para ayudar. Rápido se llenaron los estantes de delicias; quesos, carnes, frutas y mil clases de ingredientes. Rápido regresaron los desayunos con huevos a “la Luis” y las noches de tertulia. Sin dilaciones nos encontramos cruzando la frontera a Tijuana una y otra vez, para ver a nuestros buenos amigos Nacho, Carapacho, Ruli y Gustavo. Y así nuestra cabeza voló desde el sur para aterrizar sobre nuestros cogotes nuevamente. Nada grande se consigue sin alegría decía Jauretche, y cuan así es.
Grande e improbable se adivinaba allá a lo lejos en tiempo y en espacio nuestra gesta, y grande el desafío de volver, pero improbable no es sinónimo de imposible. Mucho menos ahora que volvíamos a tropezar con la alegría de Arturo.






Los primeros días trabajamos en el jardín con el “Cochiloco” y habilitamos la alberca (pileta), a la que finalmente no daríamos casi uso. ¿El motivo? Con los bolsillos vacíos tras la maratón de quince días desde Alaska hasta San Diego, necesitábamos generar vento (dinero) para volver a Argentina. Cada mañana salíamos con la nave y nos plantábamos sobre el concurrido paseo costero, a pocos pasos del portaaviones museo y la famosa estatua del marinero besando a la enfermera, justo delante de un parquímetro.


Desplegábamos tímidamente el paño sobre el capot del Citro, y sobre él la bijou. Nuestro gran temor, era que la policía nos corriera del lugar o nos confiscara las cosas, eso hubiera dado por muerto nuestro negocio y puesto en jaque el pronto regreso a Argentina. En cambio, y contra todos los pronósticos, durante los diez días que volvimos a nuestro puesto del parquímetro, nadie nos molestó. Con los corazones en la garganta, vimos como un patrullero estacionaba justo a un lado del Citro, descendían los oficiales y se paseaban delante nuestro sin censurar nuestra empresa. No acreditábamos lo que sucedía, si bien la escena se repitió varias veces por aquellos días, jamás logramos acostumbrarnos y cada vez que aparecía “la ley”, los nervios nos ganaban. Afortunadamente, el universo refleja lo que sobre el proyectamos. Durante los diez días consecutivos que paramos La Nave delante del parquímetro, las ventas fueron inmejorables.


Los primeros días como estábamos pobres, solo poníamos monedas en el parquimetro si aparecía la policía, el inspector o el hombre que juntaba las monedas. No parábamos de cortar bulones, siempre con un ojo en el horizonte y a salir corriendo para hacer funcionar el artefacto. Alguna vez una clienta nos llenó el parquímetro de monedas y si pedíamos cambio, no faltaba quien daba monedas sin aceptar nada a cambio.

Por entonces, el burro de arranque de La Nave estaba muerto y tuvimos que sacarlo para hacerlo arreglar en Tijuana. Por eso cada mañana rodábamos por una loma que arrancaba en la trotadora de la casa del Tío Luis. Con unas veinte cuadras pendiente abajo hasta Bonita rd, nos sobraba juego para poner el motor en marcha. Pero luego en la ciudad nos tocaba empujar al Citro una y otra vez, cada vez que teníamos que movernos. Un Citroen 3CV era aquí una verdadera rareza, y cuando le revelábamos a los curiosos que habíamos viajado más de 60.000 km desde el extremo sur del continente hasta Alaska en él, con sus escasos 600cc y dos cilíndros, eran pocos los que daban crédito a nuestras palabras. Habiendo creído o no la historia, al vernos empujar, prontas las manos se posaban entonces sobre el noble carruaje para ayudar, y anchas se dibujaban las sonrisas en los rostros que veíamos luego hacerse cada vez más pequeños a través del retrovisor.

El sol de California brillaba incansable y bajo él, mientras llenábamos las arcas para pagar nuestro retorno, trabábamos amistad con los homeless (vagabundos) del lugar.


Garry, JD y Faca en una de sus convenciones.

Garry y JD, dormían seguramente en algún parque cercano. Desde temprano cada quién atendía su negocio y a menudo compartíamos comida. El hecho es que había un hombre que traía comida para todos los vagabundos de la zona, y entonces nuestros amigos venían a buscarnos para que nos unamos al festín. Nosotros avergonzados, les decíamos que íbamos a ir y luego no lo hacíamos. No queríamos quitarle la comida a gente que la necesitaba más que nosotros. O mejor dicho, como necesitar todos la necesitábamos por igual, pero nosotros afortunadamente podíamos pagarla. Por supuesto, volvían a buscarnos, dos y hasta tres veces, hasta que los acompañábamos y terminábamos hincándole el diente a un hot dog recién asado.
Pasada la semana de ventas, éramos oficialmente parte del San Diego City Tour, ya que los conductores de las bicis que pasean turistas por todo el malecón, se detenían delante de nuestro puesto y les explicaban a los turistas el viaje que estábamos haciendo.
Semanalmente, nos comunicábamos con Palle, para saber si el barco que traía aguacates de Chile (que supuestamente llevaría a la Estanciera y el Citro hasta el país vecino sin cargo), ya tenía fecha de llegada al puerto de Los Ángeles. Durante uno de esos cruces de mensajes, nos enteramos de que, por primera vez en 24 años, las heladas en el sur habían devastado la producción y no habría exportación de aguacates este año. Eso significaba que por primera vez en 24 años, no vendrían barcos desde Chile y nosotros nos quedábamos sin viaje gratarola al sur. Entonces, intensificamos nuestros esfuerzos para conseguir navieras que viajaran desde Estados Unidos a Argentina, Aymi hizo un trabajo de hormiga atómica y encontró varias. La mejor opción era entonces embarcar los autos desde Houston, y casi estábamos decididos a manejar dos mil y tantos kilómetros hasta la costa este, pero entonces nos enteramos de que la aduana de Estados Unidos no permite que los autos salgan Ro/Ro (en la bodega de un barco, a la cual deben subir y bajar andando) cargando pertenencias. Otra vez una nube gris oscurecía nuestros planes y había que repensar la forma de volver. En estos casos hay que tener la cabeza fría, consideramos todas las alternativas, incluso la de manejar completamente el camino de regreso (por eso hay que tener la cabeza fría). Desde San Diego, tomando una ruta directa no hubieran sido más de diez mil kilómetros, pero un nuevo cruce del Darién, con todo lo que ello implica, era demasiado para nuestra cansada humanidad itinerante. De hecho el costo por embarcar el Citro desde Veracruz México, a Zárate en Buenos Aires, es prácticamente el mismo que el de hacerlo de allí a Cartagena en Colombia. Finalmente nos decidimos. Manejaríamos otra vez al sur, cruzando los estados de Baja California, Sonora, Sinaloa, Jalisco, Guanajuato, atravesando todo México, hasta llegar al puerto de Veracruz. Desde allí embarcaríamos los autos a Buenos Aires.

Seguros de nuestro nuevo objetivo, aprovechamos los últimos días de ventas. Cerramos las maletas atiborradas de dólares, dijimos adiós a nuestros amigos vagabundos, regresamos a la casa, cargamos los autos, nos despedimos del Tío Luis y ¡a la ruta! Próxima parada ¡MEXICO CABRONES!

Una tosca pared separa a San Diego de Tijuana, este cúmulo de materia divide más por lo que significa que por su capacidad física de convertirse en freno. De un lado el orden, el modelo a seguir con sus jardines de pasto plástico, sus I-Chot y sus autopistas perfectamente señalizadas. Del otro la tierra, el caos, y los millones de hombres y mujeres que habitan América hasta el agitado Cabo de Hornos. Será que nosotros fuimos hechos en el sur, pero cuanta libertad se respira en el quilombo que tenemos de este lado del muro. Creo que es un error andar mirando al norte en pos de un sistema tan saturado de control. Como sea, cada quién tiene sus deudas, y nosotros las tenemos, asíque a sonreírle a estos caminos del sur que tanto extrañamos y a agradecer a los muchos amigos y gente linda que hemos conocido en el norte de nuestro continente.

Las advertencias fueron como de costumbre exageradas. Al ingresar al estado de Sonora en el norte mexicano, ni reventaron los neumáticos por el calor del pavimento, ni nos recibieron a balazos las bandas de narcos. Es cierto que el calor era intenso, superando los 40 grados desde el mediodía hasta bien entrada la tarde, pero la moral de los cuatro estaba bien alta y tras haber cruzado con éxito Estados Unidos y Canadá de ida y vuelta, por primera vez sentíamos que el regreso a casa era inmediato (¡Ja! ilusos). Viajábamos a buena velocidad, sin desperfectos mecánicos y parando solo para almorzar o armar la carpa en alguna Pemex. La inmensidad de este inhóspito desierto y su sol abrasador, nos volvían a salpicar el bocho de existencialismo. Como ya he dicho anteriormente, no he encontrado mejor lugar que el desierto y su lejano horizonte para dejar a mi espíritu averiguar cual será el próximo planeta que montaremos.



Este podría llamarse el muro de la hipocresía. Es extenso como el carajo y lo que tiene de ancho lo tiene también de inútil, porque o los 30 millones de mexicanos que viven en Estados Unidos son excelentes garrochistas o acá algo raro pasa.


Hay muchas formas de libertad y todas son bellas, pero como vamos a extrañar esta. Las acampadas en las estaciones de servicio. Llegar cansados de manejar todo el día, encontrarnos con un mexicano sonriente que nos dice donde podemos armar la carpa, ducharnos con agua entibiada al sol improvisando una mampara donde sea, sacar los bártulos y dejar que Juan y Loli se peleen mientras cocinan la cena. Dormir despertando de tanto en tanto con el ruido de los camiones que no dejan pasar la oportunidad de usar el freno de motor de tanto en tanto, y despertar sin comprender del todo la curiosidad que generamos en el resto de los clientes que paran por un poco de gasolina.


Poco a poco el desierto calcinante comienza a dar señales de fin, donde antes solo había inmensos cardones y arbustos espinosos, comienzan a entremezclarse plantas con hojas anchas y verdes. La roca desnuda cede su superficie a las raíces que encuentran humedad en la tierra y el paisaje cambia paulatinamente haciéndose cada vez más verde y poblado. Estamos en el norte de uno de los estados con peor fama de Mexico, Sinaloa. En estas tierras el sol sigue siendo implacable, pero la humedad permite el desarrollo de una exuberante vegetación que al sur del estado se vuelve virtualmente selva. Óptimas condiciones para el cultivo de la marihuana y el ejercicio de negocios poco santos. Una vez más nos internábamos en rutas de las que se hablan solo pestilencias, pero según una sana costumbre propia del viajar y del ver (contrapuesta a la de no conocer y repetir), vamos a desmitificar lo intransitable de este estado, llevándonos en lugar de dos balazos en la cabeza, un par de guaraches (sandalias) de regalo.

Nos habían recomendado no parar sino en gasolineras y evitar los pequeños pueblos ruteros. Recién terminábamos de echare gasolina al Citro y paramos a almorzar unos taquitos en un puestito callejero cercano. Mientras esperábamos los tacos, un hombre se acercó a ofrecernos películas y música, fieles a nuestra condición gasolera no le compramos nada, pero a Juancho le gustaron las sandalias que llevaba puestas. Según nos contó el hombre, eran típicas de la región, hechas con puro cuero de vaqueta y no íbamos a encontrar en todo el país, mejor precio y calidad que donde estábamos. Entonces, tal vez embriagados por el placer del reencuentro con la mágica gastronomía ambulante mexica, nos dejamos convencer de ir a buscar los guaraches a un sucuchín dentro del pueblo.
Dimos con la guarachería sin problemas y todos comenzaron a probarse diferenes modelos. Loli, Aymi y Juancho encontraron sus guaraches y querían que yo lleve un par contra mi voluntad. Aburrido me fui a charlar con el zapatero que estaba trabajando en un rincón sin prestar atención a las ventas. La Peque se acercó ofuscada y me dijo que si yo no compraba nada ella tampoco se llevaba sus sandalias. Entonces el zapatero le pregunto su nombre y le dijo - ¿Qué pasa Lolita? Ella le explicó que yo no quería llevar nada, que le daba bronca porque los guaraches eran espectaculares. El zapatero me pregunto a mí, y le dije que no estaba convencido, que ningún modelo me enloquecía. Obviamente el tipo se dio cuenta que yo lo que no quería era gastar tanto dinero, entonces le dijo a la Peque - ¡A ver si ahora no se las lleva! Agarro una bolsa, metió los guaraches y me dijo: -Tomá, te los regalo.

Después de eso, no hubo forma hacer que acepte cobrarnos algo. Antes de que nos fuéramos hizo lustrar todos los guaraches, bajó a mitad de precio los otros tres pares y nos llenó de regalos. ¿Cómo no vamos a querer a este país si así actúa su gente más peligrosa?



¿Alguna duda de que el desierto quedó atrás? Desde hacía tiempo nuestro motorcito del limpiaparabrisas había dejado de funcionar, cansados de improvisar arreglos que duraban segundos, optamos por el eficiente sistema XP-262 A-MAN-O-PLA.

Sinaloa nos recibió con fuertes tormentas, aún así cada noche acampábamos en alguna Pemex donde buscábamos reparo para no amanecer empapados. El calor húmedo hacía que las noches fueran mucho más incómodas que aquellas en Sonora, y de yapa a 30 km de Tepic (capital de Nayarit donde teníamos buenos amigos) nos topamos con un tormentón que nos obligó a parar en una estación de servicio. Mientras lloviera no podríamos seguir viajando ya que era de noche, ni la Estanciera ni el Citro tenían limpiaparabrisas y la ruta era rica en curvas y lomas pronunciadas. Como el aguacero no amainó tuvimos que pasar allí la noche, y al no hallar a nuestros amigos en la ciudad, decidimos seguir viaje con rumbo a Guadalajara donde nos esperaban Pepe, Reno “el Titiritero Cósmico” y Pepe Jr. con Jess y sus hermosas watermonkies.

Hasta acá llegó mi desamor por ahora, no me quiero poner muy trágico, pero si voy a ofrecer unas sentidas disculpas por el enorme agujero negro que dejé crecer entre las últimas líneas publicadas y estas. Ni nos olvidamos ni nos olvidaremos nunca de todos ustedes, porque este viaje y todo lo que vino en consecuencia suya, es algo prodigioso que nos marcó para siempre. Con cada día que pasa, más claramente entendemos lo que estos tres años significan dentro del gran viaje en el que todos estamos metidos.

Y como estuve muy cuerdo y serio, vamos a despedirnos con una foto de la “Manada de Americaencitro” liderada desde luego por Alberto y el cápitulo tres del cuento “La Metamorfosis de Sun-Yat Sen” escrito hace años por su servidor. Así contribuiremos a reestablecer el estado natural del universo que es el caos.


 
“Si vas a luchar contra la entropía, hazlo inconcientemente”

Capitulo Tres. Supernova Económico Epicúrea.
Istmo y poleas. Sedimentación. Requinto en duda. La
quimera domada por el brazo del que cubre su cabeza
desacertadamente con un fez carmín. Rais caído.
Folíolo conquistado por las mandíbulas. Lamprea
herida. Zoopsia reprimida con fármacos. El fatigado
zuavo busca el camino que lo devuelva a la Argelia.

Remezón. Parasitismo parvo. Cabello musuco. Jacú en
mesa herida por muertas indiferencias. Huelgo
suficiente para impedir el destino. Ángulo facial
esquivo. Electroforesis ejecutada elanicamente por un
escolástico eyectable. El humor en su cavidad sin
rastros de derrame. El bobo de Coria asoma. Signos
apenas adivinables de cópula entre semifusas. Coletazo
de hipogrifo. Olvido trágico y fragmentado del bisoñé.
Iqueño monseñor barbilampiño reclamando tres zontes de
maíz con sus chanclos y clámide aunque momentáneamente
sin rosillo sobre haplustol típico. Nimio gramo de
pilco.

¡Arrivederci e buonafortuna conejillos!

martes, 9 de noviembre de 2010

Desaparecer del silencio

La tierra del suelo patrio, entendemos ahora, difícilmente sea para el pie, otra cosa que barro. Aterrizamos en nuestra multifacética Argentina tres semanas atrás. Y si bien no vamos a relatar nada de este regreso hasta no hacerle justicia a otras latitudes que antes nos han visto pasar, diremos que estamos felices de haber vuelto al fin.
Estas pocas palabras, persiguen si, el único fin de aparecer desde el silencio.
La Nave, tras navegar durante un mes, tocó tierra el pasado sábado en el puerto de Zàrate, al norte de Buenos Aires. Desafortunadamente, todavía no hemos podido reunirnos con ella, ya que primero debemos pagar una multa. Creo yo, que hay dos maneras de interpretar esta multa. Un tecnicismo rígido e insuperable que responde a una ley tonta. O un reclamo visceral de un sistema, al que le hemos vuelto la espalda durante casi tres años, y ahora que nos tiene de frente, nos cachetea impotente, enojado. Tal vez esa cachetada persigue el fin de devolvernos la gravedad, de arrastrarnos para abajo de regreso. Como si tres años de planeo fueran a desandarse y deshacerse, porque el viento se hizo brisa, y la brisa aire quieto. No, esta inercia que nos propulsa es ya inmensa, inagotable. A semejante altitud si se cae, no se termina con un hueso roto o una arritmia en el corazón. A semejante altitud, si se cae, se pierde la vida sin más. Por eso, debemos seguir planeando.
Y este cachetazo, responde a un amo más grande que el hombre. Responde a ese amo que el hombre se ha creado para si mismo. Y ni aún la buena predisposición de nuestros compatriotas logró salvarnos del todo de este golpe. Pero si podemos decir que con unos cuantos funcionarios colgando del enorme brazo del gigante, el cachetazo fue algo amortiguado.
Hace ya tres semanas que estamos en trámites con la Aduana y todavía no somos libres de sacar al Citro del puerto. 
Entenderán que entre la emoción que provoca reencontrarse con la familia, amigos y el suelo, y toda esta riña poco par con el gigante, la inspiración y las ganas de escribir, se haya escurrido de mis dedos.
Paciencia, no fue aquella la última publicación. Hay que darle a esta crónica de tres años, su merecido final y es justamente por eso, que todavía no lo tiene. Resta aún volver a atravezar México de una punta hasta la otra, tenemos que hablar de algunas cosas de esas que nos gusta hacer pasar por serias, y tenemos también, que subirnos de un salto, al increíble mundo de las nubes. 
Si todo sale bien, entre hoy y mañana, podremos recuperar la Nave. Todavía falta la definición del último round de la pelea.
Mientras tanto reciban de nuestra parte unas cuantas patadas ninjas en la quijada, tres llaves doble nelson y una afectuosa paralítica en el muslo izquierdo. Cariñosa y respetuosamente.
Los de Fuego.

¡Arrivederci e buonafortuna!

domingo, 10 de octubre de 2010

Volver

Como bien he dicho, siempre creímos que la vuelta a casa se daría como un acto quimérico. Un acto de voluntad, donde con solo invocar a cien dioses de la tierra y uno del cielo, emprenderíamos un retorno seguro, flotando montados sobre un delicado diente de león. Pero esta vez falló la fórmula de polvo de estrellas. No fueron suficientes tampoco, las danzas jarochas, los dos granos de roca guatemalteca, el cabello de rana tropical y el hilo del tapizado de la nave, concentrados todos a fuego lento, para transportarnos mágicamente al sur.
Y es que a veces uno quiere algo, o cree que quiere algo, cuando en realidad no quiere nada, por estar saturado de querer. En verdad, a veces los planetas se burlan de nosotros, pero nunca más de lo que nosotros mismos lo hacemos. Aquella vez, un globo de gases púrpuras y azulados, sometidos a altísimas presiones, voló por sobre nuestras cabezas y nos dejó caer a un río. Este es el cauce en el que debemos dejarnos llevar, este el río que nos devolverá a casa.

Sin ases bajo la manga que emplear, el universo reclamaba el concurso de nuestros modestos esfuerzos. Esfuerzos que rápidamente se metamorfosearon en bienestar, resultado de la felicidad que deriva de saber, que con cada vuelta de rueda, nos acercábamos un poquito más a casa. Esta publicación relata de alguna manera, una verdadera odisea. Ya que con el motor apenas vuelto a armar, y sin previa prueba, nos lanzamos a recorrer 7.000 km sin escalas.

Un buen baño en el río, deviene en un buen descanso en la carpa. Los días transcurrieron esta vez, cada uno como fiel copia del anterior. Creo que en parte, habíamos renunciado finalmente a aquella aventura extraordinaria, pues el deseo de volver era demasiado fuerte y había ocupado todos los espacios disponibles en nuestras membranas. Los hermosos escenarios de árboles del norte, nos vieron pasar como una seta endemoniada de velocidad. Y en nuestro artefacto blanco, indetenibles, cubríamos distancias de entre cuatrocientos y quinientos kilómetros diarios.

Por un lado me parece un poco tonto, este andar tan ciego, pero a la vez confirma ciertas ideas que presentíamos como correctas y que ahora creemos haber confirmado. Lejos están los verdaderos viajes de los pies, ya que uno puede trasladarse en el espacio sin llegar a ningún sitio. De poco sirve ver mundos fantásticos y copas voladoras, si nuestro corazón no está dispuesto a recibirlos.
Fueron quince días exactos de Valdez, en Alaska a Los Ángeles, en California. Nada mal para un Citroën 3CV de dos pistones y 602cc. Atravesamos con la nave, más de cuatro mil kilómetros en el Yukón y la Columbia Británica en Canadá. Y otros tres mil, en los estados costeros de Washington, Oregon y California en Estados Unidos. Acampando sin excepción cada noche, buscando donde levantar la carpita guatemalteca sin gastar dinero, cocinando siempre nuestra comida y sin el más mínimo desperfecto mecánico.
 
 Manejábamos por encima de las diez horas diarias, desde bien temprano y hacíamos pocas paradas. Cuando encontrábamos un buen sitio, almorzábamos y aprovechábamos para refrescarnos.

En los extensos y despoblados territorios de Canadá no tuvimos problemas. Cada vez que queríamos acampar, encontrábamos hermosísimos bosques dispuestos a darnos refugio.

 “Pero sin Fli-flá”

¿Adiviná con que cucharita Oso? Aquella tarde nos internamos unos dos kilómetros en un denso bosque de pinos, hasta llegar a un río de aguas frescas y transparentes. Apenas tiré el señuelo (que me regaló el Oso para mi cumpleaños), picó este animal que no tendrá el tamaño de un halibut, pero sirvió perfectamente para la cena.


 Con semejante cantidad de agua, y buen sol para calentar nuestros huesos cada vez más flacos, la ducha portátil (que es una gran bolsa de plástico transparente por un lado y negro por el otro), fue más que amortizada por aquellos días.

Habríamos recorrido unos mil doscientos kilómetros, cuando llegando a la altura de la Junction 37, nos encontramos con un incendio forestal. Justo allí, la ruta se divide. La que se interna hacia el oeste, se aleja de la costa y nos lleva directo a Watson Lake, donde la nave se averió mientras subíamos a Alaska. La otra, sigue directo al sur buscando la ciudad de Prince George. Nuestra intención era no repetir camino, pero el incendio nos impedía el paso. Finalmente hablamos con los bomberos y nos dijeron que en la mañana del día siguiente, dejarían pasar autos escoltados, durante unas horas. Dimos algunas vueltas y nos metimos en un camino que conduce a un lago cercano para pasar la noche.

 La carpa y la nave, amanecieron cubiertas de cenizas, rápidamente levantamos el campamento y nos fuimos a esperar a que abrieran el paso. Media hora más tarde nos internábamos en la zona del incendio.

 Seguimos a la caravana de autos a toda velocidad. Cuando llegaban las pendientes pronunciadas, se nos escapaban trepando y ya de bajada, los volvíamos a alcanzar acelerando con la nave a fondo. Así llegamos a la zona segura, junto al resto de los humanos motorizados, para seguir nuestro viaje al sur.

Lejos de la catástrofe, estos incendios son, para una naturaleza prístina y sana, algo así como un baldazo de agua fresca en el desierto. Una nueva realidad sin tanta sombra, y más favorable a los que viven viendo gigantes desde el suelo.

“Incendios Comunistas”
…de que no hay poder absoluto, ni pequeño….

Y no hubo aventuras con osos, nuevos amigos para recordar, roturas de motor, ni enjambres de cucharas asesinas, en aquel mecánico rodar. Todo se resumió a manejar. Manejar horas, días y centurias. Incansablemente aprovechando los largos días del verano boreal, manejamos. A la nave le tocó la parte más dura, ya que nunca en todo el viaje le habíamos exigido tanto.
Un poco el cansancio de viajar tanto tiempo, otro poco el haber dejado atrás esa avalancha de calidez humana Latinoamericana y finalmente el hecho de querer alcanzar a Juancho y Aymi que nos llevaban varios dedos de ventaja en el mapa, fue lo que nos propulsó a Match 0,000032 por las coquetas carreteras justicialistas del norte.

 Acampar ya es parte de nosotros, La Nave lleva todo lo que necesitamos y más. Después de tantas batallas, nos hemos acostumbrado bastante bien a vivir con muy poquito. El armado de la carpita guatemalteca nos toma apenas tres minutos (cuando no se arma sola ya por decantación) e inflamos el colchón con el escape del auto en otros tres o cuatro. Lejos de llevar modernas bolsas de dormir para astronautas y astroboyes, nos abrigamos con primitivas sábanas y mantas de la niñez. Así pasamos cada noche. La alimentación, debo reconocer, no es la más adecuada, muchas pastas y comida enlatada, al menos en estos períodos de tiempo la prioridad no es la calidad o el sabor, sino el precio. Luego cuando llegamos a alguna casa de familia, devolvemos al Yin, un ´poco de Yang (o sea menos Marruchán y más milanesas).

Después de quince días (en realidad tres años) se extraña una buena ducha y una cama que no haya que inflar, pero también se aprende que no hace falta tanto glamour para vivir. Y esto lo digo no como crítica, esta vez, sino como un hecho comprobado empíricamente. No necesitamos tanta chatarra para armar una historia.
Cada mañana desarmamos la carpa, desinflamos el colchón y ponemos todo en el portaequipajes, cubierto con un plástico negro que compramos en Ecuador. Aseguramos las cosas con una soga y a la ruta.

 La última noche en Canadá, acampamos a la vera de un gran río, y ya atardeciendo veríamos sobre la margen vecina, al último oso en nuestro viaje. Un negro, que muy tranquilamente se paseó por toda la costa buscando algo que comer. Después de haber convivido con estos animales, y escuchado miles de historias de encuentros con osos, la impresión que nos queda es que el famoso “Spray Antiosos” fue una compra en vano. Casi tan en vano, como posar o no dormir.
Cruzar la frontera de Estados Unidos fue, sencillamente, insaboro e incoloro. Nada que contar, salvo que esta vez, nos recibió un poli con cara de pocos amigos que nos hizo mil preguntas y nos pidió unos cuantos papeles. Al fin la barrera se levantó y así dejamos atrás Canadá. Sin pena ni gloria (nunca mejor dicho).

 Un gran amigo de la vida “el Bocha”, desde Mar del Plata se vino al norte unos meses, a entrenar caballos y jugar al polo. Si bien nos escribimos unos mails por aquellos días, el desencuentro era inminente. Nosotros queríamos pasar rápido por Seattle y él estaba de pesca, sin señal en su celular. Pero tan increíble es este merengue en el que vivimos, que en el sitio que elegimos para acampar esa tarde, había una bajada al río y se nos ocurrió que podía estar pescando allí. No llegamos ni a bajar del Citro, que ya lo habíamos encontrado. Sin entender demasiado, nos abrazamos felices los tres. ¿Casualidad?

Apenas entramos a Estados Unidos, comenzamos a tener serios problemas para conseguir donde acampar. Toda la costa oeste del país es realmente bonita, pero a la vez está muy poblada, esto último nos puso las cosas bien difíciles.
Así acampamos muchas veces sin saber exactamente donde estábamos, luego el sol matinal iluminaba nuestro paradero y nos encontrábamos en paraísos como éste.



Parque Nacional, Monte Rainer.

 Desgraciadamente Filiberto no tiene setenta años para aprender a callar.

Aquella tarde nos propusimos buscar camping desde temprano, pero la cosa cada vez se ponía más peluda. Al fin, volvimos a encontrarnos a nosotros mismos, manejando de noche y entrando en pequeñas callecitas de tanto en tanto. Nada che. Nada de nada. Ya exhaustos nos metimos en una callecita asfaltada que terminó en un estacionamiento sobre la playa. Habría unos setecientos carteles, indicando setecientas prohibiciones. Entre ellas, por supuesto, la de acampar. Pero el sueño fue más y realmente si uno sigue las normas gringas, se muere asfixiado, ya que ni respirar casi se puede acá. Dejamos el auto y armamos la carpa sobre la playa. Algunos caminantes nos encontraron, pero estuvieron discretos y no nos botonearon. La cena fue del todo frugal y recién a la mañana siguiente pudimos contemplar la belleza del sitio.

La playa entera era un cementerio de troncos secos de viejos y blancos de aburrimiento. Las fotos no reflejan la belleza del sitio (como de costumbre), pero si, quiero compartir lo que un tronco llamado Moret, me dijo con voz xilemática mientras dejábamos el sitio:
“Nos aburrimos porque nos divertimos demasiado”.
Y no los voy a aburrir contando una por una, la aventura de cada noche. A veces dormíamos en puntos panorámicos que ya por la noche quedan desiertos, otras en áreas de descanso, y así. Pero la vedette, fue la vez que nos escondimos detrás de un montículo de tierra justo al lado de la ruta. Insuperable. Estos son los “sacrificios” que conlleva un viaje como el nuestro, hecho a nuestra manera.






Los Redwoods o bosques rojos de Oregon y California son sin duda, ciudades mágicas. El bosque se eleva con sus cortezas arrugadas y sus altísimos canales, desde un suelo húmedo y tapizado de helechos, hasta aquel páramo de nubes flojas y abultadas. Los árboles cual verdaderos gigantes, como reyes imperturbables, proyectan sus finitas pero grandiosas sombras, sobre aquel mundo inferior de enanos fotosensibles. Y esas sombras, ese coletazo ineludible de los reyes, ha sido suficiente para conferir a los senderos del bosque una atmósfera crecida.

 Allí no funciona el hombre como en otros sitios. Si se le deja, la mente sueña allí con las más extrañas fantasías. Sube a torres de cien mil peldaños y se baja en máquinas inventadas. Vuela a países donde la vida es tan efímera, que sus habitantes no conocen el concepto de la muerte. Y son tan rápidas y frecuentes las metamorfosis de aquellos seres, que son en verdad pequeños, que tampoco se concibe allí el concepto de individualidad. Tan lejos de la tierra se acostumbra uno a medir el tiempo solo por el largo de sus barbas y se come solo cada vez que se aterriza sobre un sol brillante.
Tal es el poder de estos bosques, de verdad increíbles.


 Redwoods con Faca

San Francisco echó su manto de niebla sobre nuestros omóplatos y falanges sin consultar nada. Manejando con estos ridículos pulmones que ni espantan bestias, ni arrastran nubes maliciosas, no quedó más alternativa, que conformarnos con verle solo las rodillas al grandioso Golden Gate.


Cruzamos el famoso puente y conducimos hasta Oakland donde nos esperaban Luc, Sarah, Benjamin y Sebastian; una familia de franceses que vivieron en Argentina y pertenecen al Citroën Club de San Francisco.
La familia estaba por salir el fin de semana, a una casita de campo que tienen a unos cuantos kilómetros de Oakland. Como les dijimos que nosotros solo andábamos de paso, decidieron quedarse para darnos hospedaje una noche y compartir un vino y una buena cena.
Luc tiene un Mehari, un Diane y un DS, toda la familia es citroneta de ley y estaban felices de ayudar a este par de viajeros gastados por el camino.

Por primera vez desde que salimos de Alaska, teníamos una cama, una ducha de agua caliente y una rica comida para compartir con nuestros nuevos amigos. Un “pit stop” que se imponía, y nos devolvió dos o tres barritas de energía.

 A la mañana siguiente, desayunamos bien rico, y tras visitar un punto panorámico desde donde vimos la ciudad (fuimos los seis en el Mehari) cada quien se fue por su lado. Si algo nos ha dejado este viaje, han sido amigos y en este sentido no podemos estar más agradecidos. No ha habido en estos años, hallazgo más grande para nuestros andariegos corazones, que la inmensa familia que hemos formado rodando.

Posando felices junto al primo del citro. GRACIAS por todo, familia!!

Manejamos el último tramo de San Francisco a Los Ángeles haciendo solo una noche en la ruta, justamente aquella tan famosa detrás del montículo de tierra. En Los Ángeles nos encontraríamos con Juancho y Aymi. La idea de los cuatro, era ir a los dos puertos de la ciudad, para ver si conseguíamos un barquito que lleve a las naves “de onda”, a la porción sur del continente. Chile, Ecuador, Perú, Brasil, Argentina, todo servía.

De los varios amigos que tenemos en Los Ángeles, ninguno se encontraba en la ciudad, asíque no nos quedó más alternativa que juntarnos con los chicos en un Walmart de Long Beach, cerca del puerto. Abrazos, besos y patadas ninjas, alegría y la seguridad de ya sentirnos una patota para conseguir ese tan ansiado regreso al pago. Dos noches dormimos en el estacionamiento del supermercado, sentados dentro de la nave. Desde allí manejamos al puerto a donde llevamos nuestras carpetas, golpeamos puertas, enviamos mails, pasamos barreras e irrumpimos en oficinas de ejecutivos, casi como en una operación comando.

Muchas puertas se cerraron y unas pocas se abrieron, dentro de estas últimas estaba la de un holandés, Marcel Van Dijk, jefe de marketing del puerto de Long Beach. No sabemos ni como llegamos hasta allí, pero en un segundo, sin cita previa ni nada, estábamos los cuatro sentados frente a este hombre que muy amablemente comenzó la charla hablando en la lengua universal. Hablamos de fútbol. No habían pasado ni diez minutos que Marcel ya nos contaba de unos barcos que llegaban a LA a fines de Septiembre, trayendo aguacates de Chile, y se regresaban vacíos al país del buen Merlot. Realmente pensábamos que esto podía funcionar. Marcel nos contactó con un dinamarqués, Palle Mathiesen (aparentemente dueño de la naviera) y cada vez que les escribíamos o llamábamos, ambos contestaban a la brevedad, sin bicicletearnos ni poner excusas. Palle confirmó que estaba dispuesto a ayudarnos y que si los barcos llegaban, habría lugar para los carritos. Si todo salía bien, volaríamos a Santiago, y entonces, solo nos quedaría cruzar una última vez los Andes para volver a casa. Saltábamos en una pata de alegría, el viaje sin escalas desde Alaska a LA, nos había dejado con los bolsillos virtualmente vacíos, pero ese era un tema que tendríamos que atender más tarde. Ahora la prioridad era este dichoso barco de aguacates.

En una de las vueltas por el puerto, nos cruzamos con un argentino, desde los autos cruzamos dos palabras y el tráfico nos separó rápidamente. Al día siguiente nos llegó un mail de él y después de hablar, nos invitó a comer un asadito a su casa y pasar nuestra última noche en la ciudad, con un techo sobre nuestras cabezas.
Así lo hicimos, nos fuimos los cuatro en yunta para su casa donde junto a Alice, su esposa, Jerry preparó un buen pedazo de carne y nos quedamos parloteando hasta bien entrada la noche.

Nos despedimos de nuestros amigos Jerry y Alice y dejamos LA temprano. Esta vez manejábamos con prisa, ya que la próxima parada sería San Diego, donde el famoso “Tío Luis” (el de los huevos), nos esperaba otra vez con los brazos abiertos.
Como teníamos que esperar la fecha de llegada del barco a Long Beach, y esta era aún del todo incierta debido a las malas condiciones climáticas en Chile, San Diego sería el cuartel general de la patota viajera.

Y hasta acá llegamos, se me cansaron los dedos viejo. Piensen que en esta publicación recorrimos unos siete mil kilómetros, más vale le damos un respiro a la nave que bastante bien se portó.
Como ya acostumbramos, les mandamos una docena de cabezazos en la tráquea, una patada ninja en la sien y un fuerte abrazo (nos estamos ablandando en el fin del camino). Hay bastante para contar todavía, pero para no faltar a la verdad, debo decir que a este blog no le quedan más de dos o tres publicaciones. Así es que de veras, queremos agradecer a todos los lectores, por su apoyo, por su buena vibra y toda la ayuda que nos brindaron en este tiempo. Es increíble la cantidad de amigos que hemos hecho a través de este medio, a muchos no los conocemos en persona aún, pero sin duda, lo haremos en el futuro.

Pronto la seguimos, pero en el mientras tanto.

¡¡¡¡Arrivederci e bounafortuna amici!!!!